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"A lo grande, sí -pensó-. Para viajar a lo grande, tendrías que hacerlo en una
                carroza fúnebre. Pero no te preocupes, Eddie: así es, probablemente, como
                volverás si queda algo de ti que puedan recoger."
                   Nueve y veinte. Tiempo de sobra para hablar con ella, para mostrarse amable.
                Ah, pero habría sido mejor que aquello hubiese sucedido la noche en que Myra iba
                a jugar a whist. Entonces él habría podido irse sigilosamente dejando una nota
                bajo uno de los imanes que había en la puerta de la nevera (allí ponía todas las
                notas para Myra). Marcharse así, como un fugitivo, no estaba bien, pero aquello
                era todavía peor. Era como tener que abandonar el hogar otra vez. Y aquello le
                había resultado tan difícil que se había visto obligado a repetirlo tres veces.
                   "A veces, el hogar está donde está el corazón -pensó Eddie-. Eso creo. Bobby
                Frist decía que el hogar es ese sitio donde, cuando tenemos que volver, están
                obligados a recibirnos. Por desgracia, es también el sitio donde, cuando estamos
                allí, no quieren dejarnos salir."
                   De pie en lo alto de la escalera, de pronto lleno de miedo, sibilante la respiración
                en el tubo capilar al que se había reducido su garganta, contempló a su sollozante
                esposa.
                   --Acompáñame a la planta baja y te diré lo que pueda -dijo.
                   Dejó sus dos maletas en el vestíbulo, junto a la puerta. En ese momento recordó
                algo más... Mejor dicho, se lo recordó el fantasma de su madre que había muerto
                hacía varios años, pero que aún le hablaba mentalmente con frecuencia.
                   "Sabes que cuando te mojas los pies siempre te resfrías, Eddie. Tú no eres
                como los otros: tienes un organismo muy débil, debes ser cuidadoso. Por eso
                debes usar siempre botas de goma cuando llueve."
                   En Derry llovía mucho.
                   Eddie abrió el armario del vestíbulo, sacó las botas de goma del gancho que las
                sostenía con su limpia bolsa de plástico y las puso en la maleta.
                   "Así me gusta, Eddie."
                   Había estado mirando la tele con Myra cuando una montaña le cayó encima.
                Eddie fue al comedor y presionó el botón que bajaba la pantalla de su Mural
                Vision. Tomó el teléfono y pidió un taxi. El empleado le dijo que tardaría unos
                quince minutos.
                   Después de colgar, cogió el inhalador que había sobre el caro equipo Sony.
                "Gasté mil quinientos dólares en un equipo de sonido que es una obra de arte,
                para que Myra no se perdiera una sola nota de su Barry Manilow y sus grandes
                éxitos", pensó. De inmediato sintió una oleada de remordimientos. Aquello no era
                justo y él lo sabía muy bien. Myra estaba tan satisfecha con sus viejos discos
                rayados como con el nuevo equipo de discos compactos, tal como había sido muy
                feliz en la pequeña casa de Queens, con sus cuatro habitaciones, y habría podido
                seguir allí hasta que ambos envejecieran. Si él había comprado ese equipo de lujo
                era por la misma razón que lo había hecho adquirir esa casona de Long Island,
                donde los dos repiqueteaban como dos guisantes olvidados en la lata: porque sus
                medios se lo permitían y porque era un modo de apaciguar la voz de su madre,
                suave, asustada, con frecuencia aturdida, siempre implacable. Eran maneras de
                decir: "¡Lo he conseguido, mamá! Mira todo esto. ¡Lo he conseguido! Ahora, por el
                amor de Dios, ¿quieres callarte un poco?"
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