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Eddie pensó en explicárselo, dentro de lo posible. Le hablaría de Mike Hanlon,
                que lo había llamado para decirle que todo volvía a empezar, y que creía que los
                otros irían en su mayoría.
                   Pero lo que le salió de la boca fue algo más verosímil:
                   --A primera hora de la mañana, ve a la oficina. Habla con Phil. Dile que tuve que
                irme y que tú llevarás a Pacino...
                   --¡Pero, Eddie, no puedo! -gimió ella-. ¡Es una gran estrella! Si me extravío, me
                gritará, lo sé, me gritará. Todos gritan cuando el chófer se pierde... y yo... voy a
                llorar... podría producirse un accidente... es probable que sí... Eddie, Eddie, tienes
                que quedarte...
                   --¡Por el amor de Dios, basta ya!
                   Ella retrocedió, herida. Eddie apretaba con fuerza su inhalador, pero no pensaba
                usarlo. Ante ella sería una debilidad, algo que podía usar en su contra. "Dios
                bendito, si estás allí, por favor, creeme si te digo que no quiero hacer sufrir a Myra.
                No quiero lastimarla, no quiero causarle dolor. Pero lo prometí, todos lo
                prometimos, hicimos un juramento de sangre. Por favor, ayúdame, dios mío,
                porque tengo que hacerlo."
                   --Detesto que me grites, Eddie -susurró ella.
                   --Y yo detesto gritarte, Myra.
                   Ella hizo una mueca de dolor. "Ya lo ves, Eddie. La has hecho sufrir otra vez.
                ¿Por qué no la arrastras por el cuarto un par de veces? Eso sería más bondadoso.
                Y más rápido."
                   De pronto (tal vez la idea de arrastrar a alguien por el suelo es lo que dio origen
                a la imagen) vio la cara de Henry Bowers. Era la primera vez en años que se
                acordaba de Henry Bowers, y eso no ayudó a devolverle su paz espiritual.
                   Cerró los ojos por un instante. Luego los abrió y dijo:
                   --No te extraviarás. Y él no te gritará. El señor Pacino es muy amable y
                comprensivo.
                   Nunca en su vida había servido de chófer a Pacino, pero se contentó con saber
                que, al menos, la ley de las probabilidades estaba de su parte. Según creencia
                popular, la mayor parte de las celebridades era insoportable, pero Eddie, después
                de haber llevado a muchas de ellas, sabía que eso no era verdad.
                   Existían excepciones a esa regla, por supuesto, y en casi todos los casos esas
                excepciones eran verdaderos monstruos. Sólo cabía rezar, con fervor, por el bien
                de Myra, que Pacino no fuera de ésos.
                   --¿De veras? -preguntó, tímidamente.
                   --Sí, de veras.
                   --¿Cómo lo sabes?
                   --Demetrio lo llevó dos o tres veces, cuando trabajaba en Limusinas Manhattan -
                mintió Eddie-. Dice que el señor Pacino siempre le daba cincuenta dólares de
                propina.
                   --Pues yo me conformaría con cincuenta centavos, siempre que no me gritara.
                   --Myra, puedes hacerlo con los ojos cerrados. Primero lo recoges en el Saint
                Regís, mañana a las siete de la tarde, y lo llevas al edificio de ABC. Van a
                regrabar el último acto de esa obra en que él actúa. Creo que se llama American
                Buffalo. Segundo: a eso de las once, lo llevas de nuevo al Saint Regís. Tercero:
                vuelves al garaje, entregas el coche y firmas el formulario.
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