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De cualquier modo, la pregunta era puramente hipotética. No se había caído. Su
                madre había llegado a tiempo. Su madre lo había sujetado.

                   Todo el mundo los miraba. Eso lo recordaba bien. Recordaba al señor Gardener
                recogiendo el aparato de medir zapatos y verificando su funcionamiento, mientras
                otro enderezaba la silla caída y hacía un gesto de divertido disgusto, antes de
                volver a su neutral y agradable cara de dependiente. Pero sobre todo recordaba
                las mejillas húmedas de su madre y su aliento caliente, agrio. La recordaba
                susurrándole al oído, una y otra vez: "No hagas eso nunca más, no lo hagas
                nunca más, nunca más." Era el cántico con que su madre ahuyentaba los
                problemas. Lo mismo había cantado un año antes, al descubrir que la canguro
                había llevado a Eddie a la piscina pública, un sofocante día de verano. Por
                entonces apenas comenzaba a ceder la epidemia de polio que había aterrorizado
                a todos al iniciarse la década. Su madre lo había sacado a rastras de la piscina
                diciéndole que no debía hacer eso nunca más, nunca más, mientras los otros
                niños los miraban como ahora los dependientes y los clientes. Y su aliento había
                tenido el mismo olor agrio.
                   Su madre lo había sacado a rastras de la zapatería gritando a los dependientes
                que si a su niño le pasaba algo, les entablaría juicio a todos. Eddie pasó el resto
                de la mañana entre un surgir y desaparecer de lágrimas aterrorizadas; ese día, el
                asma le molestó mucho. Por la noche, estuvo despierto varias horas después de
                lo acostumbrado, preguntándose qué era exactamente el cáncer, si era peor que
                la polio, si uno se moría de eso, cuánto tardaba y cuánto dolía antes de morir.
                También se preguntó si después iría al infierno.
                   El peligro había sido grave. De eso estaba seguro.
                   Y lo sabía porque su madre se había asustado mucho.
                   Muchísimo.
                   --Marty -dijo, a través de ese abismo de años-, ¿me das un beso?
                   Ella lo hizo, y lo abrazó con tanta fuerza que le hizo crujir los huesos de la
                espalda. "Si estuviéramos en el agua -pensó Eddie-, conseguiría que nos
                ahogáramos."
                   --No temas -le susurró al oído.
                   --¡No puedo evitarlo! -gimió ella.
                   --Lo sé -replicó él. Y notó que, a pesar de aquel abrazo capaz de romper
                costillas, el asma se le había aliviado. Ya no sonaba aquella nota sibilante en su
                respiración-. Lo sé, Marty.
                   El taxista hizo sonar otra vez el claxon.
                   --¿Me llamarás? -preguntó ella, trémula.
                   --Si puedo, sí.
                   --Eddie, ¿no puedes decirme de qué se trata, por favor?
                   Suponiendo que él se lo dijera, ¿serviría para tranquilizarla?
                   "Esta noche recibí una llamada de Mike Hanlon, Marty, y hablamos un rato, pero
                todo cuanto dijimos puede resumirse en dos cosas: "Empezó otra vez", dijo Mike,
                y "¿Vendrás?". Y ahora tengo fiebre, Marty, sólo que esta fiebre no la puedes
                bajar con aspirina, y tengo una dificultad para respirar que ese maldito chisme no
                me soluciona, porque el problema no está en la garganta ni en los pulmones, sino
                en el corazón. Volveré si puedo, Marty, pero me siento como si estuviera de pie
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