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había encadenado con su dulzura. Myra, como su madre, había captado la verdad
                definitiva y fatal de su carácter: Eddie era delicado porque a veces sospechaba
                que no era delicado en absoluto. Eddie necesitaba que lo protegieran de sus
                propios oscuros atisbos de posible valentía.


                   En días de lluvia, Myra siempre sacaba sus botas de goma y las ponía junto al
                perchero ante la puerta. Todas las mañanas, junto a su plato de tostadas
                integrales sin mantequilla, había un bol cuyo contenido, a primera vista, podía
                pasar por cereal para niños; pero era un catálogo de vitaminas, la mayor parte de
                las cuales iban en el bolso de Eddie. Myra, como su madre, era comprensiva y eso
                no había dejado ninguna alternativa. Siendo joven y soltero, había abandonado
                tres veces a su madre; sólo para regresar otras tres veces. Más adelante, pasados
                cuatro años de la muerte de su madre (había fallecido en su apartamento,
                bloqueando la puerta de entrada a tal punto que los de la ambulancia, llamados
                por los vecinos al oír el monstruoso golpe provocado por la caída, tuvieron que
                entrar por la puerta de servicio), Eddie volvió al hogar por cuarta y última vez. Al
                menos, él creyó entonces que era la última -a casa con la tartana; a casa, a casa
                con Myra la marrana-. Era una marrana, pero una marrana dulce, y él la amaba;
                por eso, al fin de cuentas, no tuvo la menor oportunidad. Ella lo había atraído con
                esa fatal, hipnótica mirada viperina de la comprensión.
                   Al hogar otra vez, para siempre, había pensado por entonces.
                   "Pero tal vez me equivoqué -pensó-. Tal vez este no es el hogar ni nunca lo fue.
                Tal vez el hogar está donde debo ir esta noche. El hogar es el sitio donde, cuando
                vas, tienes que enfrentarte finalmente a eso escondido en la oscuridad."
                   Se estremeció, como si hubiera salido sin las botas de goma y estuviera
                resfriado.
                   --¡Por favor, Eddie!
                   Estaba llorando otra vez. Las lágrimas eran su última defensa, tal como habían
                sido siempre las de su madre; el arma suave que paraliza, que convierte la
                bondad y la ternura en grietas fatídicas en la armadura de uno.
                   De cualquier modo, él nunca había llevado mucho blindaje, las armaduras no
                parecían sentarle bien.
                   Las lágrimas habían sido más que una defensa para su madre, habían sido un
                arma. Myra rara vez usaba las suyas con tanto cinismo, pero, con o sin cinismo,
                Eddie comprendió que en ese momento intentaba usarlas de ese modo... y lo
                estaba logrando.
                   No debía permitírselo. Sería demasiado fácil pensar en lo solitario que se
                sentiría en aquel tren rumbo al norte, rumbo a Boston, en la oscuridad, con la
                maleta sobre la cabeza, un bolso lleno de medicamentos entre los pies y el miedo
                aposentado sobre su pecho como una cataplasma rancia. Demasiado fácil permitir
                que Myra lo llevara a la planta alta y le hiciera el amor con aspirinas y friegas de
                alcohol. Y lo pusiera en la cama, donde podían o no hacer un tipo de amor más
                franco.
                   Pero él había hecho una promesa. Una promesa.
                   --Escucha, Myra -dijo, dando a su voz un tono seco y cortante.
                   Ella lo miró con sus ojos húmedos, desnudos, aterrorizados.
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