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muchos otros, igualmente malos o aun peores, se amontonaban y pujaban como
                compradores en las rebajas. Pero pronto cedería el amontonamiento y entrarían
                todos. De eso estaba seguro. ¿Y qué encontrarían a la venta? ¿Su cordura? Tal
                vez a mitad de precio, "estropeada por humo y alcohol". "Liquidamos todo."
                   --... nada en absoluto en la parte física -repitió: Aspiró profundamente,
                estremecido, y se guardó el inhalador en el bolsillo.
                   --Eddie -suplicó Myra-, por favor, ¡dime de qué se trata!
                   Las lágrimas le brillaban en las mejillas regordetas. Sus manos se retorcían
                incansablemente, como un par de rosáceas y lampiños animales al jugar. Cierta
                vez, poco antes de proponerle casamiento, Eddie había puesto la fotografía de
                Myra junto a la de su madre, fallecida de un ataque al corazón a la edad de
                sesenta y cuatro años. En el momento de su muerte, la madre de Eddie pesaba ya
                más de ciento ochenta kilos; ciento ochenta y uno y medio, exactamente. Por
                entonces se había convertido casi en un monstruo. Su cuerpo parecía todo tetas,
                barriga y trasero, coronado por una cara macilenta, perpetuamente horrorizada.
                Pero la fotografía que puso junto a la de Myra había sido tomada en 1944, dos
                años antes del nacimiento de Eddie ("Eras un bebé muy enfermizo -susurró la
                mamá espectral a su oído-. Muchas veces perdimos las esperanzas de que
                vivieras." En 1944 su madre era aún relativamente esbelta, con sus ochenta y un
                kilos.
                   Había hecho esa comparación, era de suponer, en un esfuerzo desesperado por
                no cometer un incesto psicológico. Miró la foto de su madre, la de Myra,
                nuevamente la de su madre.
                   Podrían haber pasado por hermanas. A tal punto llegaba el parecido.
                   Eddie contempló las dos fotografías, casi idénticas, y se prometió que no
                cometería esa locura. Sabía que los muchachos, en el trabajo, ya estaban
                haciendo bromas sobre Mr. Alfeñique y su esposa, pero ellos ignoraban lo peor.
                Tratándose de bromas y burlas, podía aceptarlas, pero ¿quería convertirse en el
                payaso de semejante circo freudiano? Ciertamente no. Rompería con Myra. Lo
                haría con suavidad, porque ella era muy dulce, y tenía aún menos experiencia con
                los hombres que él con las mujeres. Y después, cuando ella hubiera
                desaparecido, por fin, tras el horizonte de su vida, quizá podría tomar esas
                lecciones de tenis en las que pensaba desde hacía tanto tiempo. (... cuando Eddie
                viene a las clases de educación física, con frecuencia se le ve muy feliz y
                contento...) o hacerse socio para nadar en la piscina del Plaza (... le encantan los
                deportes...), para no mencionar el gimnasio que acaban de inaugurar en la
                Tercera Avenida, al otro lado del garaje... (Eddie corre rápido corre bastante
                rápido cuando usted no está, corre bastante rápido cuando no hay nadie que le
                recuerde lo delicado que es y veo en su cara, señora Kaspbrak, que él sabe, aún
                con sólo nueve años, que el favor más grande que podría hacerse seria correr
                rápido para alejarse de usted, déjelo ir, señora Kaspbrak, déjelo Correr...)
                   Pero al final se había casado con Myra. Al final, las viejas costumbres habían
                prevalecido. El hogar es el sitio donde, cuando tienes que volver, están obligados
                a encadenarte. Oh, habría dado de garrotazos al fantasma de su madre. Habría
                sido difícil, pero lo habría hecho, si con eso hubiera bastado. Fue la misma Myra
                quien acabó por inclinar la balanza del lado opuesto al de la independencia. Myra
                lo había condenado con solicitud, lo había inmovilizado con su preocupación, lo
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