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un mismo sitio el tiempo suficiente para empezar a pensar de qué se trataba y,
                sencillamente, morir de miedo.
                   --¿Eddie? -llamó Myra desde la planta baja-. Eddie, ¿qué estás haciendo?
                   Eddie dejó caer en el bolso la caja de Sucrets que contenía los estimulantes. El
                botiquín ya estaba casi vacío, descontando el Midol de Myra y un pomito de
                Blistex, casi agotado. Después de una breve pausa, tomó el Blistex. Cuando iba a
                cerrar el bolso, pensó un segundo más y dejó caer también el Midol "Analgésico
                para dolores menstruales. (N. de la T.)" dentro del bolso. Ella podía comprar otro.
                   --¿Eddie? -La voz sonaba desde la escalera.
                   Eddie terminó de cerrar la cremallera y salió del baño balanceando el bolso. Era
                un hombre bajito, de cara tímida y aconejada. Había perdido gran parte del pelo; el
                resto crecía en parches inquietos, multicolores. El peso del bolso lo escoraba
                hacia un lado.
                   Una mujer voluminosa estaba ascendiendo lentamente de la planta baja. Eddie
                oyó el crujido de la escalera, que protestaba bajo su peso.
                   --¿Qué estás haciendo?
                   Eddie no necesitaba consultar con un psiquiatra para saber que, en cierto
                sentido, se había casado con su madre. Myra Kaspbrak era enorme. Al casarse
                con Eddie, cinco años antes, era sólo corpulenta, pero él solía pensar que su
                inconsciente había visto la enormidad potencial de esa mujer. Bien sabía Dios que
                su propia madre había sido una mole. Y Myra se las compuso para parecer más
                enorme que nunca al llegar a la planta baja. Llevaba un camisón blanco que se
                henchía como una colmena en el busto y en las caderas. Su cara, sin maquillar,
                era blanca y reluciente. Parecía asustada.
                   --Tengo que marcharme por un tiempo -dijo Eddie.
                   --¿Cómo que tienes que irte? ¿Qué llamada telefónica fue ésa?
                   --Nada -dijo él, huyendo por el pasillo hacia el amplio guardarropa.
                   Dejó en el suelo el bolso, abrió la puerta plegadiza y apartó los seis trajes negros
                idénticos que pendían allí, tan llamativos como una nube de tormenta contra las
                otras ropas, más coloridas. Para trabajar usaba siempre un traje negro. Se inclinó
                dentro del armario, que olía a lana y a naftalina, y sacó de la parte trasera una de
                las maletas. Empezó a llenarla de ropa.
                   La sombra de su mujer cayó sobre él.
                   --¿Qué está pasando, Eddie? ¿Adónde vas? ¡Dímelo!
                   --No puedo decírtelo.
                   Ella permanecía allí, observándolo, tratando de pensar qué decir, qué hacer. Le
                cruzó la idea de empujarlo al interior del guardarropa y quedarse allí, con la
                espalda contra la puerta, hasta que le pasara esa locura, pero no se decidió a
                hacerlo. Sin embargo, le habría sido fácil: medía siete u ocho centímetros más que
                él y pesaba cuarenta y cinco kilos más. Pero si no sabía qué decir ni qué hacer era
                porque Eddie estaba actuando incomprensiblemente. No se hubiese sentido más
                horrorizada si, al entrar en el comedor, hubiese encontrado el nuevo televisor de
                pantalla gigante flotando en el aire.
                   --No puedes irte -dijo-. Prometiste que me conseguirías el autógrafo de Al
                Pacino. -Era algo absurdo y Dios lo sabía, pero en ese momento un absurdo era
                mejor que nada.
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