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--Ya lo tendrás -repuso Eddie-. Tendrás que procurártelo tú misma, ya que
conducirás la limusina.
Un nuevo terror se unía a los que ya circulaban en la pobre cabeza aturdida de
Myra. Lanzó un pequeño grito.
--No puedo... Yo nunca...
--Tendrás que hacerlo -dijo él, examinando sus zapatos-. No hay otra persona.
--¡Pero todos los uniformes se me han quedado pequeños! ¡Me ajustan
demasiado el busto!
--Pide a Dolores que te agrande uno -sugirió él.
Descartó dos pares de zapatos, buscó una caja vacía y metió en ella un tercer
par. Zapatos negros, de buena calidad, les quedaba mucho uso, pero estaban
algo ajados para usarlos en el trabajo. cuando uno se ganaba la vida paseando a
la gente rica por Nueva York, a la gente rica y famosa, todo tenía que lucir a la
perfección. Pero servirían Para el sitio a donde iba. Y para lo que tuviera que
hacer cuando llegara. Tal vez Richie Tozier...
Pero en ese momento lo amenazó la negrura, sintió que comenzaba a cerrársele
la garganta. Eddie notó entonces, con verdadero pánico, que había cargado con
toda una farmacia, olvidando lo más importante, su inhalador, en la planta baja,
sobre el equipo estereofónico.
Cerró la maleta con violencia. Luego se volvió hacia Myra, que seguía allí, en el
pasillo, con la mano contra la corta y gruesa columna de su cuello, como si fuera
ella la que padecía de asma. Lo miraba fijamente, con perplejidad y terror. Eddie
habría sentido lástima por ella, de no ser porque su corazón ya estaba lleno de
terror por sí mismo.
--¿Qué ha pasado, Eddie? ¿Quién te llamó por teléfono? ¿Estás en dificultades?
Tienes problemas, ¿no es cierto? ¿Qué problemas son?
Caminó hacia ella con el bolso en una mano y la maleta en la otra, más o menos
derecho, ahora que el peso estaba mejor equilibrado. Myra le bloqueó el paso
hacia la escalera. El pensó que no lo dejaría pasar. Pero, cuando su cara estaba
por estrellarse en el blando bloqueo de sus pechos, la mujer se apartó... con
miedo. Al pasar Eddie sin detenerse, ella rompió en angustiosos sollozos.
--¡No puedo llevar a Al Pacino! -baló-. ¡Me estrellaré contra el primer indicador
que encuentre! ¡Estoy segura! ¡Eddie, tengo miedo!
El echó un vistazo al reloj que estaba en la mesa, junto a la escalera. Las nueve
y veinte. El empleado del Delta le había dicho que ya había perdido el último vuelo
a Maine, el que salía de La Guardia a las ocho y veinticinco. Una llamada a
Amtrak le había confirmado que un tren nocturno a Boston partía de la estación a
las once y media. Lo dejaría en South Station, donde podría tomar un taxi hasta
las oficinas de Limusinas Cape Cod, en la Arlington Street. Cape Cod y Royal
Crest, la compañía de Eddie, trabajaban en útil y recíproco acuerdo desde hacía
años. Con una breve llamada a Butch Carrington, de Boston, solucionó su
transporte rumbo al Norte. Butch dijo que le tendría un Cadillac listo, con el
depósito lleno. Viajaría a lo grande, sin ningún cliente fastidioso sentado en el
asiento trasero que le envenerara con su enorme cigarro y preguntara dónde
podían encontrarse mujeres, cocaína o ambas cosas.