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--¿Qué pasa? -Ben Hanscom se echó a reír-. Bueno, no mucho. Esta noche
recibí una llamada de un viejo amigo. Un tío llamado Mike Hanlon. Me había
olvidado completamente de él, Ricky Lee, pero eso no me asustó tanto. Después
de todo, nos conocimos en la infancia y los chicos olvidan, ¿verdad? Por
supuesto. Apuesto mi pellejo. Lo que me asustó fue que, a medio camino hacia
aquí, me di cuenta de que no sólo me había olvidado de Mike, sino también de mi
infancia.
Ricky Lee se limitó a mirarlo. No comprendía lo que ese hombre estaba
diciendo, pero se veía asustado, eso sí. No cabía duda. Parecía extraño en Ben
Hanscom, pero era cierto.
--Te digo que había olvidado todo -dijo, golpeando ligeramente el mostrador con
los nudillos, para dar énfasis-. ¿Has oído alguna vez de una amnesia tan absoluta
que uno ni siquiera se dé cuenta de que la padece?
Ricky Lee sacudió la cabeza.
--Yo tampoco. Pero esta noche, mientras venía hacia aquí, recordé todo de
golpe. Recordaba a Mike Hanlon, pero sólo porque él me había llamado por
teléfono. Me acordaba de Derry, pero sólo porque él me había llamado desde allá.
--¿Derry?
--Y eso era todo. Me di cuenta de que no pensaba en mi infancia desde... No sé
siquiera desde cuándo. Y entonces, justo en ese momento, todo volvió en un
torrente. Como lo que hicimos con el cuarto dólar de plata, por ejemplo.
--¿Qué hicieron con él, señor Hanscom?
El ingeniero consultó su reloj y, de pronto, se levantó. Se tambaleó apenas. Eso
fue todo.
--No puedo permitir que se me escape el tiempo -dijo-. Esta noche tengo que
volar.
Ricky Lee puso expresión de alarma. Hanscom se echó a reír.
--No seré yo quien pilote el avión. Esta vez no. Voy con United Airlines, Ricky
Lee.
--Ah. -Seguramente se le vio el alivio en la cara, pero no importaba-. ¿Adónde
va?
Hanscom aún tenía la camisa abierta. Observó pensativamente las líneas
blancas, melladas, de la vieja cicatriz, y comenzó a abotonarse la camisa.
--¿No te lo dije, Ricky Lee? A casa. Vuelvo a casa. Da esos dólares a tus chicos.
Echó a andar hacia la puerta. Algo en su modo de caminar, hasta en la manera
de tirarse de los pantalones, aterrorizó a Ricky Lee. De pronto se parecía tanto al
difunto y poco llorado Gresham Arnold que era como ver a un fantasma.
--¡Señor Hanscom! -gritó, alarmado.
Hanscom se volvió. Ricky Lee retrocedió un paso. Su trasero chocó contra la
estantería, las copas tintinearon brevemente y las botellas entrechocaron. Había
dado ese paso atrás porque, de pronto, tenía la seguridad de que Ben Hanscom
estaba muerto. Sí, Ben Hanscom yacía muerto en algún lugar, en una zanja, en un
desván, tal vez en un armario, con el cinturón alrededor del cuello y las punteras
de sus costosas botas colgando a cinco centímetros del suelo. Esa cosa que
estaba allí, junto al tocadiscos automático, mirándolo con fijeza, era un espectro.
Fue sólo un momento, pero bastó para cubrirle el acelerado corazón con una capa
de hielo. Estaba seguro de ver las sillas y las mesas a través de ese hombre.