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pero creo que esta noche voy a probar. Tráeme unas rodajas de limón, de las que
tienes ahí.
Ricky Lee le llevó cuatro y las dejó pulcramente en una servilleta junto a la jarra
de whisky. Hanscom tomó una, inclinó la cabeza hacia atrás como si estuviera por
echarse gotas en los ojos y comenzó a exprimir jugo de limón en su fosa nasal
derecha.
--¡Dios! -exclamó Ricky Lee, horrorizado.
La garganta de Hanscom se contrajo. Su rostro enrojeció... y Ricky Lee vio cómo
le corrían lágrimas por la cara, hacia las orejas. En ese momento, el tocadiscos
automático emitía algo de los Spinners: "Oh, Señor, no sé cuánto más puedo
aguantar."
Hanscom buscó a tientas en el mostrador, cogió otra rodaja de limón y exprimió
el jugo en la otra fosa nasal.
--Se va a matar, coño -susurró Ricky Lee.
Hanscom dejó caer en el mostrador las dos rodajas exprimidas. Tenía los ojos
enrojecidos y respiraba en jadeos entrecortados. De la nariz le goteaba el claro
jugo de limón hasta las comisuras de la boca. Buscó a tientas la jarra, la levantó y
bebió una tercera parte. Ricky Lee, petrificado, observó el subir y bajar de su nuez.
Hanscom dejó la jarra a un lado, se extremeció dos veces e hizo una señal de
asentimiento con la cabeza. Luego miró a Ricky Lee y sonrió. Ya no tenía los ojos
enrojecidos.
--El resultado es el que ellos decían. Uno está tan preocupado por la nariz que ni
siquiera siente lo que está bajando por la garganta.
--Usted se ha vuelto loco, señor Hanscom -dijo Ricky Lee.
--¿Apostarías tu pellejo? ¿Recuerdas esa frase, Ricky Lee? La decíamos
cuando éramos pequeños, ¿verdad? "Apuesto mi pellejo". ¿Nunca te dije que yo
era gordo?
--No, señor, nunca -susurró Ricky Lee. Ya estaba convencido de que el señor
Hanscom había recibido una noticia tan horrible que lo había vuelto loco... al
menos transitoriamente.
--Era una bola de grasa. Nunca jugaba al béisbol ni al baloncesto. Si jugábamos
a cogernos, era el primero que atrapaban. Vivía tropezando conmigo mismo. Era
gordo, ya lo creo. Y en mi ciudad natal había unos tíos que la tomaban siempre
conmigo. Había un individuo llamado Reginald Huggins, al que todo el mundo
llamaba Belch (eructo). Y otro que se llamaba Victor Criss y algunos más. Pero el
verdadero cerebro era un tal Henry Bowers. Si alguna vez pisó este mundo un
chico auténticamente malo, Ricky Lee, ese fue Henry Bowers. Yo no era el único
con quien la tomaba. El problema era que yo no podía correr como los otros.
Hanscom se desabotonó la camisa y la abrió. Al inclinarse hacia adelante, Ricky
Lee vio una rara cicatriz retorcida en el vientre del señor Hanscom, por encima del
ombligo. Blanca, fruncida y vieja. Era una letra. Alguien había dibujado a tajos la
letra H en el vientre de ese hombre, probablemente mucho antes de que fuera
hombre.
--Esto me lo hizo Henry Bowers. Hace mil años. Y puedo considerarme
afortunado de no llevar todo su nombre grabado aquí.
--Señor Hanscom...