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pero mucho más valía la compañía de ese hombre. Una compañía digna siempre
era una rareza, pero en un antro de mala muerte como ése, donde lo más común
es la cháchara barata, escaseaba más que los dientes en mandíbula de gallina.
Aunque Hanscom tenía sus raíces en Nueva Inglaterra y había hecho sus
estudios en California, poseía algo más que un toque de tejano extravagante.
Ricky Lee esperaba siempre la llegada de ben Hanscom los viernes y sábados por
la noche, porque con el correr de los años había aprendido que podía contar con
su presencia allí. El señor Hanscom podía estar construyendo un rascacielos en
Nueva York (donde ya tenía tres edificios que habían dado mucho que hablar),
una galería de arte en Redondo Beach o una galería comercial en Salt Lake City.
Pero llegado el viernes por la noche, la puerta que daba al aparcamiento se
abriría, entre las ocho y las nueve y media, para darle paso, como si viviera
apenas al otro lado de la ciudad y hubiera decidido pasar por allí porque no había
nada en la tele. Tenía avión propio y un aeródromo particular en su granja de
Junkins.
Dos años antes, había estado en Londres diseñando y dirigiendo la construcción
del nuevo centro de comunicaciones de la BBC, edificio que aún provocaba
acaloradas discusiones en la prensa británica. (The Guardian: "El más bello, quizá,
entre los edificios construidos en Londres en los últimos veinte años"; el Mirror:
"Descontando la cara de mi suegra, lo más desagradable que he visto en mi
vida.") Cuando el señor Hanscom aceptó ese trabajo, Ricky Lee había pensado:
"Bueno, algún día volveré a verlo. O tal vez se olvide completamente de nosotros."
Y ciertamente, el viernes siguiente a su partida hacia Inglaterra había pasado sin
noticias de él, aunque Ricky Lee levantaba involuntariamente la mirada cada vez
que se abría la puerta, entre las ocho y las nueve y media. "Bueno, alguna vez
volveré a verlo. Quizá." Alguna vez resultó a la noche siguiente. A las nueve y
cuarto se abrió la puerta y Ben Hanscom entró, con sus vaqueros, una remera y
sus viejas botas, como si viniera apenas desde el otro lado de la ciudad. Y cuando
Ricky le gritó, casi con júbilo: "¡Señor Hanscom, menuda sorpresa! ¿Qué está
haciendo aquí?", el señor Hanscom, había puesto cara de leve desconcierto, como
si no hubiera nada de raro en el hecho de que él estuviera allí. Tampoco había
sido la única vez: apareció todos los sábados durante los dos años que le llevó
terminar su trabajo en la BBC. Salía de Londres cada sábado por la mañana, a las
once, en el Concorde y llegaba al aeropuerto Kennedy de Nueva York a las diez y
cuarto de la mañana... cuarenta y cinco minutos antes de haber salido de Londres,
al menos según el reloj. (Por Dios, es como viajar en el tiempo, ¿no?, había
comentado Ricky Lee, impresionado.) Una limusina lo esperaba para llevarlo al
aeropuerto Teterboro, de Nueva Jersey, viaje que habitualmente consumía menos
de una hora los sábados por la mañana. Sin mayores problemas, podía estar en la
cabina de su Lear antes de mediodía; aterrizaba en Junkins a eso de las dos y
media. Si uno iba hacia el oeste a la debida velocidad, contaba a Ricky, el día
parecía durar una eternidad. Dormía una siesta de dos horas, pasaba una hora
más con su capataz y media con su secretaria. Después de la cena, iba a pasar
una hora y media en La Rueda Roja.
Siempre llegaba solo, siempre se sentaba en la barra y siempre se marchaba tal
como había venido, aunque bien sabía Dios, que, en esa parte de Nebraska,
había muchas mujeres que habrían dado cualquier cosa por follar con él hasta