Page 68 - Microsoft Word - King, Stephen - IT _Eso_.DOC.doc
P. 68

Él caminaba a grandes pasos hacia la puerta principal, marchando a ciegas, con
                la cabeza gacha, como el que avanza contra un fuerte viento. Jadeaba otra vez.
                Cuando levantó las maletas, cada una parecía pesar cincuenta kilos. Sentía sobre
                sí aquellas manos rosáceas y regordetas tocando, explorando, tironeando con
                deseo inerme, pero sin fuerza, tratando de seducirlo con sus dulces lágrimas de
                preocupación, tratando de retenerlo.
                   "¡No podré!", pensó, desesperado. El asma estaba empeorando, se sentía peor
                que de niño. Tendió la mano hacia el pomo de la puerta, pero éste pareció
                retroceder hacia la negrura del espacio exterior.
                   --Si te quedas, te haré un pastel de café y crema agria -balbuceó ella-.
                Comeremos palomitas de maíz... Y prepararé comida como a ti te gusta. Puedo
                hacerlo para el desayuno de mañana, si quieres. Comenzaré ahora mismo... con
                salsa de carne... Eddie, por favor, estoy asustada, me estás asustando mucho...
                   Lo sujetó por el cuello, tal como un policía podría apresar a un sospechoso que
                intentara escapar. Con un último y vacilante esfuerzo, Eddie siguió avanzando...
                En el momento en que llegaba al límite de su fuerza y su resistencia, sintió que su
                esposa lo soltaba.
                   Ella emitió un último gemido.
                   Los dedos de Eddie se cerraron en torno al pomo. Abrió la puerta y vio un taxi
                estacionado allí, como embajador de la tierra de la cordura. La noche estaba
                despejada. Las estrellas brillaban.
                   Se volvió hacia Myra, jadeante, respirando dificultosamente.
                   --Debes comprender que no hago esto porque quiera -dijo-. Si tuviera
                alternativa, cualquiera que fuese, no iría. Por favor, compréndelo, Marty. Me voy,
                pero volveré.
                   Oh, cómo sonaba a mentira.
                   --¿Cuándo? ¿Por cuánto tiempo?
                   --Por una semana, tal vez diez días. No más, seguramente.
                   --¡Una semana! -aulló ella, apretando las manos contra el pecho, como una diva
                en una ópera barata-. ¡Una semana, diez días! ¡Por favor, Eddie, por favor!
                   --Basta, Marty. ¿Me oyes? Basta ya.
                   Obedeció. Se quedó mirándolo, con ojos húmedos. No estaba furiosa, sólo
                aterrorizada por él y por sí misma. Quizá por primera vez desde que la conocía,
                Eddie sintió que podía amarla sin peligro. ¿Acaso era parte del acto de partir?
                Supuso que sí. Ya se sentía más o menos como si viviera en el extremo
                equivocado de un telescopio.
                   Pero tal vez era lo correcto. ¿Era eso lo que quería decir? ¿Al fin había decidido
                que era correcto amarla? ¿Correcto, aunque se pareciera a su madre de joven,
                aunque comiera galletitas de chocolate en la cama, mientras miraba telenovelas y
                las migas fueran a parar siempre del lado de él?
                   O era acaso que... Podía ser, tal vez, que...
                   Esas ideas eran cosas que él había tenido en cuenta, de un modo u otro, en un
                momento u otro, durante sus enmarañadas vidas de hijo, amante y esposo. Ahora,
                a punto de abandonar el hogar, con la sensación de que esa vez era la definitiva,
                se le ocurrió otra posibilidad. Una sobresaltada extrañeza le rozó como el ala de
                un gran ave.
                   ¿Acaso Myra estaba aún más aterrorizada que él?
   63   64   65   66   67   68   69   70   71   72   73