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--Oh, sí -respondió Eddie-. He tenido un mal sueño. Y eso me activó el asma.
--Comprendo.
El periódico volvió a subir. Eddie vio que se trataba de aquel diario que su madre
solía llamar el Jew York Times. "Juego de palabras cambiando New, nuevo, por
Jew, judío (N. de la T.)" Miró por la ventana; el paisaje dormía, iluminado sólo por
la luna. Aquí y allá se veían casas, a veces en grupos, la mayoría a oscuras,
algunas iluminadas. Pero las luces parecían pequeñas v falsamente burlonas
comparadas con el fantasmal fulgor de la luna.
"Creyó que le hablaba la luna -pensó, de pronto-. Henry Bowers. Por Dios, qué
loco estaba." Se preguntó dónde estaría Henry Bowers en la actualidad. ¿Muerto?
¿En la cárcel? ¿Vagando por planicies desiertas como un virus incurable,
bebiendo en las horas profundas y aturdidas de la madrugada, o tal vez matando a
los estúpidos que se detenían ante su arma para pasar los dólares de sus
billeteras a la propia?
¿En algún asilo estatal? ¿Mirando la luna? ¿Hablando con ella, escuchando
respuestas que sólo él podía oír?
Esto último parecía aún más posible. Eddie se estremeció. "Por fin estoy
recordando mi niñez. Estoy recordando cómo pasé mis vacaciones en aquel año
sombrío y muerto de 1958." Presintió que ahora podría fijar casi cualquier escena
de ese verano con sólo desearlo, pero no lo deseaba. "Oh, Dios, si pudiera
olvidarlo todo otra vez..."
Apoyó la frente contra el sucio vidrio de la ventanilla apretando el inhalador en la
mano como si fuera un objeto religioso, mientras la noche se hacía pedazos
alrededor del tren.
"Rumbo al norte", pensó. Pero era un error.
No iba rumbo al norte. Porque aquello no era un tren. Era una máquina del
tiempo. Al norte no, hacia atrás. Hacia atrás en el tiempo.
Creyó oír a la luna murmurar.
Eddie Kaspbrak oprimió su inhalador con fuerza y cerró los ojos para combatir
un vértigo repentino.
5. Beverly Rogan recibe una paliza.
Cuando sonó el teléfono, Tom estaba casi dormido. Se inclinó para incorporarse
y entonces sintió uno de los pechos de Beverly contra su hombro, al estirarse ella
para atender. Se dejó caer de nuevo en la almohada preguntándose, adormilado,
quién podía llamar a esa hora de la noche a su número privado, que no figuraba
en el listín. Oyó que Beverly decía "Hola" y volvió a quedarse dormido. Había
acabado prácticamente con docena y media de cervezas mientras miraba el
partido de béisbol. Estaba hecho polvo.
En ese momento, la aguda voz de Beverly (¿Qué?) le perforó el oído como un
punzón de hielo. Abrió otra vez los ojos. Cuando trató de incorporarse, el cable del
teléfono se le hundió en el gordo cuello.
--Quítame esta porquería, Beverly -dijo.