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Eso sí, buena falta le haría una oración o dos antes de que él terminara de
arreglar cuentas.
Beverly arrojó la maleta a los pies de la cama y fue hacia su cómoda. Abrió el
cajón superior y sacó dos pares de vaqueros y dos jerseis de lana gorda. Arrojó
todo a la maleta. Otra vez a la cómoda, con el humo del cigarrillo dejando una
estela por encima del hombro. Tomó un par de sus viejas blusas marineras con las
que parecía una estúpida, pero que se negaba a dejar. Sin duda quien la había
llamado no era de la jet set. Esa ropa era deslucida, como las que usaba Jackie
Kennedy cuando pasaba el fin de semana en Hyannisport.
Pero a él no le interesaba quién la hubiera llamado ni dónde pensaba ir, porque
ella no iba a ir a ninguna parte. No era eso lo que le taladraba la cabeza, torpe y
dolorida por el exceso de cerveza y la falta de sueño.
Era el cigarrillo.
Se suponía que ella se había deshecho de todos los paquetes. Pero en ese
momento exhibía la prueba de que no era así. Y como aún no había visto a Tom
de pie en el umbral de la puerta, él se permitió el placer de recordar las dos
noches en que se había asegurado el completo dominio de esa mujer.
--No quiero verte fumar nunca más -le había dicho cuando volvían a casa desde
una fiesta en Lake Forest. Había sido en octubre, en otoño-. En las fiestas y en la
oficina no tengo más remedio que aguantarme esa mierda, pero cuando estoy
contigo no tengo por qué tragármela. ¿Sabes qué sensación me da? Te lo voy a
decir: es como tener que comerse los mocos de otro.
Esperaba que eso provocara alguna leve chispa de protesta, pero ella se había
limitado a mirarlo, tímida, ansiosa de agradar. Su voz sonó grave, mansa,
obediente:
--Está bien, Tom.
--Tira eso, entonces.
Ella lo hizo. Tom estuvo de buen humor durante el resto de la noche.
Pocas semanas después, al salir de un cine, ella encendió un cigarrillo y le dio
una calada mientras caminaban hacia el aparcamiento. Era una helada noche de
noviembre, el viento castigaba cada centímetro de piel descubierta que lograba
hallar. Tom recordó que había percibido el olor del lago, como sucede a veces en
las noches frías, un olor chato, como a pescado y a vacío al mismo tiempo. La
dejó fumar. Hasta le abrió la portezuela para que subiese al coche. Después se
sentó al volante y dijo:
--¿Bev?
Ella se quitó el cigarrillo de la boca y giró hacia él. Tom le descargó la mano
abierta, dura, contra su mejilla con fuerza suficiente como para que le cosquilleara
la mano, con fuerza suficiente como para que a ella se le estrellara la cabeza
contra el respaldo. Sus ojos se ensancharon de sorpresa y dolor... y algo más. Se
llevó la mano a la mejilla para palparse el calor, el entumecimiento cosquilleante. Y
gritó:
--¡Aaaaay! ¡Tom!
Él la miró con los ojos entornados, una sonrisa indiferente, dispuesto a ver qué
pasaría, cómo reaccionaría ella. La polla se le estaba endureciendo en los
pantalones, pero apenas se dio cuenta. Eso quedaba para después. De momento
estaban en clase. Repasó lo que acababa de ocurrir. La cara de Bev. ¿Qué había