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Y todo ese nerviosismo de ojos dilatados estaba ahora en su cara. Pero no sólo
                allí, sino también alrededor de ella, como un aura casi visible, una carga de alta
                tensión que la tornaba, súbitamente, más tentadora y más peligrosa que en
                muchos años. Tom sintió miedo porque ella estaba allí, toda allí, la ella esencial,
                separada de la ella que Tom Rogan quería, la ella que él había hecho.
                   Beverly parecía sorprendida y asustada. También se la veía excitada casi hasta
                la locura. Le relucían las mejillas de color, pero tenía parches blancos bajo los
                párpados inferiores. Su frente relumbraba con una resonancia cremosa.
                   Y el cigarrillo seguía sobresaliendo de su boca, ahora inclinado hacia arriba. ¡El
                cigarrillo! Con sólo verlo, la furia sorda se abatió otra vez sobre él en una ola
                verde. Vagamente, en el fondo de su mente, recordó que una noche, en la
                oscuridad, ella le había dicho algo con voz opaca e inquieta:
                   --Algún día me matarás, Tom. ¿Lo sabes? Algún día se te irá la mano y ése será
                el final. Perderás la chaveta.
                   Él había contestado:
                   --Tú haz las cosas a mi modo, Bev, y ese día no llegará.
                   Antes de que la ira lo borrara todo, se preguntó si había llegado, al fin y al cabo,
                ese día.
                   El cigarrillo. No importaban la llamada, la maleta, su aspecto extraño. Primero
                arreglarían lo del cigarrillo. Después se acostaría con ella. Y después discutirían el
                resto. Por entonces, tal vez ni siquiera tuviese importancia.
                   --Tom -dijo ella-. Tom, tengo que...
                   --Estás fumando. -Su voz parecía venir desde lejos, como de una radio-. Parece
                que lo has olvidado, nena. ¿Dónde los tenías escondidos?
                   --Mira, lo apago -dijo ella y fue a la puerta del baño. Arrojó el cigarrillo al inodoro
                (aún desde allí Tom vio las marcas de sus dientes en el filtro). Volvió-. Era un viejo
                amigo, Tom. Un viejísimo amigo. Tengo que...
                   --¡Que callarte, eso es lo que tienes que hacer! -le gritó él-. ¡Te callas!
                   Pero el miedo que deseaba ver, miedo de él, no estaba en su cara. Había
                miedo, pero era algo brotado del teléfono y el miedo no tenía por qué llegar a
                Beverly desde ese lado. Era casi como si no viera el cinturón, como si no lo viera a
                él. Tom sintió un goteo de ansiedad. ¿Estaba allí él? La pregunta era estúpida,
                pero ¿estaba?
                   Esa cuestión era tan terrible y elemental que, por un momento, se sintió en
                peligro de desligarse por completo de su propia raíz, hasta quedar flotando como
                una semilla de cardo en la brisa fuerte. Pero se dominó. Estaba allí, claro, y basta
                de cháchara psicológica por esa noche, joder. Estaba allí. Era Tom Rogan, Tom
                Rogan, por Dios, y si ese coño barato no se ponía en línea en los siguientes
                treinta segundos, quedaría como sacada de entre las ruedas de un tren.
                   --Tengo que darte una paliza. Lo siento, nena.
                   Había visto antes esa mezcla de miedo y agresividad, sí. En ese momento, por
                primera vez, saltó hacia él como un rayo.
                   --Deja eso -dijo ella-. Tengo que ir al aeropuerto cuanto antes.
                   "¿Estás aquí, Tom? ¿Estás?"
                   Tom apartó ese pensamiento. La banda de cuero que, en otros tiempos, había
                sido un cinturón, se balanceó lentamente delante de él, como un péndulo. Sus
                ojos vacilaron, pero de inmediato se prendieron a la cara de Beverly.
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