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es posible que no te castigue demasiado. Es posible que puedas salir de la casa
                en dos días, no en dos semanas.
                   --Escúchame, Tom. -Hablaba con lentitud. Su mirada era muy clara-. Si vuelves
                a acercarte, te mataré ¿Lo entiendes, bolsa de tripas? Te mataré.
                   Y de pronto -tal vez por el odio de su cara, por el desprecio, tal vez porque lo
                había llamado bolsa de tripas o tal vez por el modo rebelde en que subían y
                bajaban sus pechos -el miedo lo sofocó. No era un pimpollo ni una flor, sino todo
                un maldito jardín, el miedo, el miedo horrible de no estar allí.
                   Tom Rogan se precipitó contra su mujer, esta vez sin aullar. Llegó silencioso
                como un torpedo. Probablemente su intención ya no era sólo golpear y someter,
                sino hacerle lo que ella, tan descaradamente, había prometido hacerle a él.
                   Pensó que ella huiría hacia el baño. O hacia la escalera. Pero se mantuvo firme.
                Su cadera golpeó contra la pared cuando echó todo su peso contra el tocador,
                empujándolo hacia arriba, hacia él, sus palmas sudadas hicieron que se le
                resbalaran las manos y se rompió dos uñas.
                   Por un momento la mesa se tambaleó, inclinada, hasta que ella volvió a
                impulsarse hacia adelante. El tocador bailó sobre una sola pata, mientras el espejo
                reflejaba la luz, arrojando un breve acuario contra el cielo raso. Por fin, se inclinó
                hacia fuera. Su borde se clavó en los muslos de Tom, derribándolo. Se oyó un
                tintineo musical, mientras los frascos se hacían trizas dentro. Tom vio que el
                espejo se estrellaba y levantó un brazo para protegerse los ojos; así perdió el
                cinturón. El vidrio se hizo añicos en el suelo, plata por el dorso. Algún fragmento
                se le clavó, haciendo brotar la sangre.
                   Ahora sí, Beverly lloraba, el aliento le brotaba en fuertes sollozos, casi alaridos.
                Una y otra vez se había imaginado abandonando a Tom, abandonando su tiranía
                tal como lo había hecho con la de su padre, marchándose furtivamente en la
                noche, con el equipaje en el maletero de su Cutlass. No era estúpida, por cierto, ni
                siquiera en ese momento, de pie en el borde de ese desastre increíble, no era tan
                estúpida como para pensar que no había amado a Tom, que no lo amaba aún, de
                algún modo. Pero eso no evitaba que le tuviera miedo, que lo odiara, ni que se
                despreciara a sí misma por haberlo elegido sobre la base de oscuras razones que
                habrían debido quedar en el pasado. Su corazón no se quebraba, antes bien,
                parecía estar asándose en su pecho, fundiéndose. Sintió miedo de que el calor de
                su corazón aniquilara pronto su cordura en un incendio.
                   Pero sobre todas las cosas, martilleando sin cesar en el fondo de su mente, oía
                la voz seca y tranquila de Mike Hanlon: "Ha vuelto, Beverly... ha vuelto, y
                prometiste..."
                   El tocador se levantó y volvió a caer varias veces. Parecía estar respirando.
                   Moviéndose con agilidad, con la boca torcida hacia abajo como en el preludio de
                alguna convulsión, caminó alrededor de la mesa caída, pisando de puntillas entre
                los fragmentos de vidrio y sujetó el cinturón en el momento justo en que Tom
                arrojaba el tocador a un lado. Entonces retrocedió, deslizando la mano en el lazo.
                Sacudió el pelo para quitárselo de los ojos y se quedó observando lo que él iba a
                hacer.
                   Tom se levantó. Un fragmento del espejo le había provocado un corte en la
                mejilla. Un tajo en diagonal trazaba una línea, fina como un hilo, a través de su
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