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Beverly Rogan, sentada en un muro de piedra, con la maleta entre los pies
                sucios, reía. Habían salido las estrellas. ¡Y cómo brillaban! Inclinó la cabeza hacia
                atrás y se rió de ellas. Ese descabellado entusiasmo corría por ella otra vez; como
                una ola que la levantara, llevándola, purificándola, una fuerza tan poderosa que
                cualquier pensamiento consciente se perdía en ella; sólo el pensamiento de la
                sangre y su voz única, poderosa, le hablaban con algún inarticulado sistema del
                deseo, aunque no sabía ni le importaba saber qué deseaba. "Deseo", pensó. Y
                dentro de ella, aquella marea de entusiasmo pareció cobrar velocidad
                precipitándose hacia alguna rompiente inevitable.
                   Se rió de las estrellas, asustada pero libre; el terror era agudo como el dolor y
                dulce como una manzana madura. Cuando se encendió una luz, en un dormitorio
                del piso superior de la casa a la que pertenecía ese muro de piedra, levantó la
                maleta y huyó hacia la noche, siempre riendo.



                   6. Bill Denbrough coge la excedencia.

                   --¿Que te vas? -repitió Audra.
                   Lo miró desconcertada, con un poco de miedo, después levantó los pies
                descalzos y los escondió bajo el cuerpo. El suelo estaba frío. Pensándolo bien,
                toda la cabaña estaba fría. El sur de Inglaterra había tenido una primavera
                excepcionalmente húmeda. Más de una vez, en sus habituales paseos por la
                mañana y por la tarde, Bill Denbrough se sorprendía pensando en Maine...
                pensando, de un modo vago, en Derry.
                   Se suponía que la cabaña tenía calefacción central, así lo decía el anuncio, y
                había, por cierto, una caldera en el diminuto sótano, escondida en lo que, en otros
                tiempos, había sido una carbonera. Pero él y Audra habían descubierto, apenas
                iniciada la filmación, que los británicos no tenían de la calefacción central la misma
                idea que los norteamericanos. Al parecer, para los británicos había calefacción
                central siempre que uno no orinara un carámbano de hielo al levantarse. En ese
                momento era de mañana, apenas las ocho menos cuarto. Bill había colgado el el
                teléfono cinco minutos antes.
                   --No puedes irte así, Bill. Los sabes muy bien.
                   --Es preciso -dijo él. Al otro lado de la habitación había un bar. Se acercó para
                tomar una botella de Glenfiddich del último estante y se sirvió una copa. Parte de
                la bebida cayó fuera del vaso-. Mierda -murmuró.
                   --¿De quién era la llamada? ¿Qué te asusta, Bill?
                   --No estoy asustado.
                   --¿Ah, no? ¿Siempre te tiemblan así las manos? ¿Siempre tomas una copa
                antes de desayunar?
                   Bill volvió a su silla con la bata revoloteándole contra los tobillos y se sentó.
                Trató de sonreír, pero fue un esfuerzo triste al que renunció.
                   En el televisor, el locutor de la BBC desenvolvía su paquete de malas noticias
                matinales antes de pasar a los resultados del fútbol. Al llegar a la pequeña aldea
                suburbana de Fleet, un mes antes de iniciarse la filmación, ambos se habían
                maravillado de la calidad técnica de la televisión británica; con un buen aparato,
                uno tenía la sensación de que podía meterse en la escena. "Tiene más líneas o
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