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frío del invierno, donde sus dedos casi echan humo por el cambio de temperatura.
                Se pasea por un rato, con sus botas verdes cortadas, que chirrían en la nieve
                como diminutas bisagras sin aceitar. El cuento parece abultarle la cabeza. Le da
                un poco de miedo el modo en que necesita salir. Siente que, si no consigue salir a
                través de su mano apresurada, le hará estallar los ojos en su urgencia por escapar
                y convertirse en algo concreto. "Ahora sí lo hago polvo", confiesa a la ventosa
                oscuridad invernal y ríe un poco... una risa estremecida. Se da cuenta de que, por
                fin, ha descubierto cómo hacerlo. Después de intentarlo por diez años, de pronto
                ha hallado el botón de arranque en esa gran excavadora muerta que tanto espacio
                ocupa dentro de su cabeza. Y se ha puesto en marcha. No estaba hecha para
                llevar a los bailes a las chicas bonitas. No es un símlolo de estatus. Es algo serio.
                Puede acabar con todo. Y si él no se anda con cuidado, acabará también con él.
                   Corre dentro y termina "Lo oscuro" como si estuviera al rojo. Después de escribir
                hasta las cuatro de la madrugada, por fin se queda dormido sobre la carpeta. Si
                alguien le hubiera sugerido que, en realidad, estaba escribiendo sobre George, su
                hermano, se habría sorprendido. Hace años que no piensa en George... Al menos
                eso cree, honestamente.
                   El cuento vuelve con un insuficiente garabateado en la página del título. Abajo,
                el tutor ha garabateado dos palabras en letras mayúsculas. "Basura", chilla una.
                "Mierda", aúlla la otra.
                   Bill lleva el manuscrito de quince páginas a la estufa de leña y abre la
                portezuela. Está a punto de arrojarlo al interior cuando capta, de pronto, lo
                absurdo de lo que está haciendo. Se sienta en su mecedora, contempla un póster
                de Grateful Dead y se echa a reír. ¿Mierda? ¡Pues que sea mierda! ¡El mundo
                está lleno de ella!
                   --¡Que el mundo se venga abajo! -exclama Bill y ríe hasta que le brotan lágrimas
                de los ojos.
                   Vuelve a mecanografiar la página del título para reemplazar la que exhibe la
                opinión del instructor y envía el cuento a una revista para hombres, llamada White
                Tie (aunque, por lo que Bill puede apreciar, debería llamarse Mujeres desnudas
                con cara de drogadictas). Su manoseado catálogo de editores dice que aceptan
                cuentos de terror. Los dos números que ha comprado contenían, por cierto, cuatro
                relatos de ese tipo entre las mujeres desnudas y la publicidad de películas
                pornográficas y productos para la potencia sexual. Uno de ellos, escrito por
                alguien llamado Dennis Etchison, es bastante bueno.
                   Envía "Lo oscuro" sin grandes esperanzas (ha ofrecido varios cuentos a diversas
                revistas sin conseguir otra cosa que notas de rechazo), pero queda asombrado y
                en la gloria cuando el editor de White Tie lo compra por doscientos dólares,
                pagaderos en el momento de su publicación. El hombre agrega una breve nota
                diciendo que es el mejor cuento de terror desde que Ray Bradbury publicó "El
                frasco". "Es una lástima que sólo vayan a leerlo unas setenta personas de costa a
                costa", agrega, pero a Bill Denbrough no le importa. ¡Doscientos dólares!
                   Se presenta a su tutor con una nota de renuncia al seminario de literatura
                creativa. Su tutor la firma. Bill Denbrough pega la nota a la elogiosa carta del editor
                y clava ambas cosas en el tablón de anuncios, junto a la puerta de su tutor. En la
                esquina del tablero hay una historieta antibélica. Y de pronto, como moviéndose
                por cuenta propia, sus dedos sacan el bolígrafo del bolsillo y cruzan la tira cómica:
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