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cuentos se parecían a una carroza fúnebre en 1850, equipada con un motor de
                carrera y pintada de rojo chillón.
                   Uno de los cuentos de ciencia ficción vuelve con una mención honorífica.
                   "Éste es mejor -escribe el instructor, en la carátula-. En el rompehuelgas
                alienígena vemos el círculo vicioso en el que la violencia engendra violencia. Me
                gustó, especialmente, la nave espacial con "morro de aguja", como símbolo de la
                incursión sociosexual. Aunque esto se mantiene en una sugerencia algo confusa,
                resulta interesante."
                   Los otros no consiguen nada mejor que un aceptable.
                   Por fin, un día, se levanta en medio de la clase, después de que se ha analizado
                la viñeta de una joven cetrina, donde se habla de una vaca examinando un motor
                abandonado en un campo desierto (quizá después de una guerra nuclear) durante
                setenta minutos, poco más o menos. La joven cetrina, que fuma un cigarrillo tras
                otro y se pellizca ocasionalmente los granos de las sienes, insiste en que la viñeta
                es una declaración sociopolítica, a la manera de Orwell en sus primeros tiempos.
                La mayor parte de la clase está de acuerdo, incluido el instructor, pero la discusión
                sigue y sigue.
                   Cuando Bill se pone de pie, toda la clase lo mira. Es alto y tiene cierta presencia.
                   Hablando con cuidado, sin tartamudear (hace más de cinco años que no
                tartamudea), dice:
                   --No comprendo esto en absoluto. No comprendo nada de todo esto. ¿Es
                forzoso que un cuento deba ser socioalgo? Política... y cultura... historia... ¿no son
                ingredientes naturales de cualquier relato, si está bien contado? Es decir... -Mira
                en derredor, ve ojos hostiles y comprende que lo consideran una especie de
                ataque. Tal vez lo sea. Están pensando que quizá tengan a un sexista mercader
                de la muerte entre ellos-. Es decir... ¿ustedes no pueden permitir que un cuento
                sea, simplemente, un cuento?
                   Nadie responde. El silencio sale como el hilo de una rueca. Bill sigue allí, de pie,
                pasando la vista de un par de ojos indiferentes al otro. La muchacha cetrina lanza
                bocanadas de humo y apaga los cigarrillos en un cenicero que ha traído en su
                mochila.
                   Por fin, el instructor dice suavemente, como si hablara con un niño en medio de
                un berrinche inexplicable:
                   --¿Te parece que William Faulkner no hacía otra cosa que contar cuentos? ¿Te
                parece que a Shakespeare sólo le interesaba hacer dinero? Vamos, Bill, dinos qué
                opinas.
                   Después de una larga pausa en la que estudia la pregunta, Bill contesta:
                   --Opino que eso está bastante cerca de la verdad.
                   --Creo -dice el instructor, jugando con su bolígrafo y sonriendo a Bill con los ojos
                entrecerrados- que aún tienes mucho que aprender.
                   El aplauso se inicia en algún punto de la parte trasera del salón.
                   Bill se va... pero vuelve a la semana siguiente, decidido a no cejar. Mientras
                tanto, ha escrito un cuento titulado "Lo oscuro", sobre un niño que descubre un
                monstruo en el sótano de su casa. El niño se enfrenta al monstruo, lucha con él y
                acaba por matarlo. Bill siente una especie de exaltación sagrada mientras lo
                escribe; hasta le parece que no está escribiendo sino que el relato fluye a través
                de él. En cierto instante deja el bolígrafo y saca su mano, acalorada y dolorida, al
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