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--¿Qué otra cosa sé de ti? Sé que pareces tenerlo todo controlado. Nunca se te
                ve con prisa por pasar a la próxima copa, a la próxima reunión, a la próxima fiesta.
                Pareces convencido de que todo eso estará allí... si lo deseas. Hablas despacio.
                Supongo que es, en parte, por el acento de Maine, pero sobre todo por tu modo de
                ser. Entre todos los hombres que conozco, fuiste el primero que se atrevió a
                hablar despacio. Yo tenía que aminorar la marcha para escucharte. Cuando te
                miraba, Bill, veía a alguien que jamás corría en la rampa móvil, porque estaba
                seguro de que la rampa lo llevaría a su destino. Parecía no haberte tocado la
                histeria y la exageración. No alquilaste un Rolls Royce para lucirlo los sábados por
                la tarde con tu propio nombre grabado en las placas. No tenías un agente de
                prensa para que hiciera publicar artículos en las revistas de cotilleos. Nunca te
                presentaste en esos programas de entrevistas para lucirse.
                   --A los escritores no los invitan, a menos que sepan hacer trucos con las cartas
                o algo similar -dijo él, sonriendo-. Es como una ley nacional.
                   Pensó que ella también sonreiría, pero no fue así.
                   --Sé que siempre estuviste a mano cuando te necesité. Cuando salí volando de
                la rampa móvil. Tal vez me salvaste de tragar la píldora que no correspondía
                después de haber bebido demasiado. O tal vez yo habría salido a flote de todos
                modos y no hago sino dramatizar. Pero... no lo creo así. Adentro, donde estoy yo,
                no me lo parece.
                   Apagó el cigarrillo, al que sólo había dado dos caladas.
                   --Sé que, desde entonces, nunca me has fallado. Ni yo a ti. Nos entendemos en
                la cama. Antes, eso me importaba muchísimo. Pero también nos entendemos
                fuera de ella y ahora eso me parece más importante. Siento que podría envejecer
                contigo sin dejar de ser valiente. Sé que bebes demasiada cerveza y que no haces
                suficiente ejercicio. Sé que algunas noches tienes pesadillas...
                   Él se sobresaltó. Fue un desagradable sobresalto. Casi un susto.
                   --Nunca sueño.
                   Ella sonrió.
                   --Eso dices a los periodistas cuando te preguntan de dónde sacas las ideas.
                Pero no es cierto. A menos que, cuando gruñes toda la noche, sea por indigestión.
                Y no creo que sea eso, Billy.
                   --¿Hablo dormido? -preguntó él, cauteloso. No recordaba ningún sueño, ninguno
                en absoluto, bueno o malo.
                   Audra asintió.
                   --A veces. Pero nunca llego a entender lo que dices. Y un par de veces has
                llorado.
                   Él la miró, inexpresivo. Tenía mal gusto en la boca, le corría garganta abajo,
                como el sabor de la aspirina disuelta. "Ahora ya sabes qué sabor tiene el miedo -
                pensó-. Era hora de que lo averiguaras, teniendo en cuenta todo lo que has escrito
                sobre el tema." Supuso que uno acababa por acostumbrarse al sabor. Siempre
                que viviera lo suficiente.
                   Súbitamente, los recuerdos estaban tratando de entrar en tropel. Era como si
                tuviera en la mente un saco negro que se hinchaba, amenazando con escupir
                nocivos sueños, retazos desde el subconsciente, hacia el campo mental de visión
                dominado por su mente racional alerta, y si eso ocurría de pronto, enloquecería.
                Trató de empujarlo todo hacia atrás y lo consiguió, pero no antes de oír una voz.
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