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gracias a Dios; de lo contrario, viajar ahora habría sido arruinarlo todo por
                completo. Sabía lo que iban a decir los del equipo: por fin Bill Denbrough muestra
                la hilacha, otro maldito escritor chiflado.
                   Bien sabía Dios que se sentía bastante loco en esos instantes.
                   --Sé que tenías un hermano al que querías mucho y que murió -prosiguió Audra-
                . Sé que creciste en una ciudad llamada Derry. Te mudaste a Bangor unos dos
                años después de la muerte de tu hermano y a los catorce, a Portland. Sé que tu
                padre murió de cáncer de pulmón cuando tenías diecisiete. Y escribiste un éxito
                de ventas cuando todavía estabas en la universidad, manteniéndote con una beca
                y un trabajo de media jornada en una empresa textil. Eso tiene que haberte
                parecido muy extraño... El cambio de ingresos, de perspectivas...
                   Cuando volvió a su lado, él vio que acababa de darse cuenta de los espacios
                ocultos entre ambos.
                   --Sé que escribiste Los rápidos negros un año después y viniste a Hollywood. Y
                la semana antes de iniciarse la filmación, conociste a una mujer muy complicada,
                llamada Audra Philips, que sabía, en parte, lo que estabas pasando, lo de esa
                descabellada incomprensión, porque había sido, sencillamente, Audrey Philpott
                hasta cinco años antes. Y esa mujer se estaba ahogando...
                   --No, Audra.
                   Ella le sostuvo la mirada, serena.
                   --Oh, ¿por qué no? Seamos francos y llamemos a las cosas por su nombre. Me
                estaba ahogando. Descubrí las anfetaminas dos años antes de conocerte; un año
                después, la cocaína, que era todavía mejor. Una anfeta en la mañana, coca por la
                tarde, vino por la noche y un Valium a la hora de acostarme: las vitaminas de
                Audra. Demasiadas entrevistas importantes, demasiados papeles buenos. Daba
                risa de tan parecida a los personajes de Jacqueline Susann. ¿Sabes cómo
                imagino ahora ese período, Bill?
                   --No.
                   Ella bebió un sorbo de té sin dejar de mirarlo a los ojos y sonrió.
                   --Era como correr por la rampa móvil del aeropuerto de Los Angeles,
                ¿comprendes?
                   --No, no del todo.
                   --Es una rampa móvil de unos cuatrocientos metros.
                   --Conozco la rampa, pero no sé qué estás...
                   --Si te quedas de pie en ella, te lleva hasta la zona de entrega de equipaje. Pero
                no hace falta que te quedes inmóvil, puedes caminar o correr y parecería que lo
                estás haciendo como de costumbre porque tu cuerpo olvida que estás agregando
                velocidad a la de la rampa. Por eso al final han puesto esos letreros que dicen
                "Circule despacio, rampa móvil". Cuando te conocí, me sentía como si hubiera
                salido a toda carrera de esa rampa a un suelo que ya no se movía. Mi cuerpo iba
                nueve kilómetros por delante de mis pies. No se puede mantener el equilibrio.
                Tarde o temprano te caes de narices. Pero yo no me caí, porque tú me sostuviste.
                   Apartó el té para encender un cigarrillo sin dejar de mirarlo. Él sólo vio que le
                temblaban las manos por el imperceptible estremecimiento de la llama que se
                movió de lado a lado antes de encontrar el extremo del cigarrillo. Ella aspiró
                profundamente y exhaló un hálito de humo.
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