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pasar una luz horrible, y recordé quién era. Me acordé de Georgie. Me acordé de
                los otros. Todo esto pasó... -Bill chasqueó los dedos-. Así. Y adiviné que iba a
                pedirme que fuera.
                   --Que volvieras a Derry.
                   --Sí. -Él se quitó las gafas, se frotó los párpados y volvió a mirarla. Audra no
                había visto nunca un hombre tan asustado-. Que volviera a Derry. Porque lo
                prometimos, dijo, y es cierto. Lo prometimos, todos nosotros. Los chicos.
                Estábamos en el arroyo que corría por Los Barrens, tomados de la mano,
                formando un círculo, y nos habíamos cortado las palmas con un trozo de vidrio.
                Éramos como un grupo de chiquillos jugando al juramento de sangre, sólo que era
                real.
                   Le mostró las palmas: en el centro de cada una se veía una cerrada escalerilla
                de líneas blancas que podían ser de tejido cicatrizado. Ella había tomado esas
                manos incontables veces sin reparar jamás en esas cicatrices. Eran borrosas, sí,
                pero habría jurado...
                   ¡Y la fiesta! ¡Aquella fiesta!
                   No se trataba de la fiesta en que se habían conocido, aunque la segunda
                constituía un perfecto final de libro para la primera, al terminar la filmación de El
                foso del demonio negro. Había sido un festejo ruidoso y con mucho alcohol, digno
                ejemplo de todo lo que se hacía en Topanga Canyon. Tal vez un poco menos
                perverso que otras fiestas a las que ella había asistido en Los Angeles, porque la
                filmación había salido mejor de lo que cabía esperar y todos lo sabían. Para Audra
                Philips, mucho mejor aún, pues se había enamorado de William Denbrough.
                   ¿Cómo se llamaba la autoproclamada quiromántica? Audra no lo recordaba,
                pero era una de las dos ayudantes del maquillador. Recordaba que la muchacha,
                a cierta altura de la fiesta, se había quitado la blusa (descubriendo el pequeño
                sostén que llevaba debajo) para atársela a la cabeza, como si fuera un pañuelo de
                gitana. Excitada por la marihuana y el vino, había pasado el resto de la velada
                leyendo las manos... al menos hasta que perdió el sentido.
                   Audra ya no recordaba si las interpretaciones de la muchacha habían sido
                buenas o malas, ingeniosas o estúpidas, porque también ella estaba bastante
                excitada, aquella noche. Lo que sí recordaba era que, en cierto momento, la chica
                había tomado la palma de Bill y la de ella, diciendo que concordaban exactamente.
                Eran vidas gemelas, dijo. Recordaba haber mirado, bastante celosa, mientras la
                muchacha seguía las líneas de aquella palma con una uña exquisitamente
                esmaltada. ¡Qué celos estúpidos, en esa extraña subcultura del cine, donde los
                hombres daban palmaditas en los traseros femeninos con la misma indiferencia
                con que, en Nueva York, se les daba un beso en la mejilla! Pero había algo íntimo
                en ese rastreo.
                   Y por entonces, en la palma de Bill no había ninguna cicatriz blanca.
                   Audra estaba segura de sus recuerdos, pues había observado la charada con
                los ojos celosos de la enamorada.
                   Y así se lo dijo a Bill.
                   Él asintió.
                   --Tienes razón. En esa época no estaban allí. Y aunque no podría jurarlo, no
                creo que estuvieran allí anoche. Ralph y yo estuvimos haciendo pulsos en el Plow
                and Barrow, por las cervezas. Me habría dado cuenta.
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