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Rodó silenciosamente de costado, como una ballena, apartando una mano de las
                pelotas para sujetarse la rodilla sangrante.
                   "La sangre -pensó ella-. Por Dios, está sangrando por todas partes."
                   "Sobrevivirá -replicó fríamente esa nueva Beverly, la que parecía haber surgido
                con la llamada telefónica de Mike Hanlon-: Los tipos como él siempre sobreviven.
                Pero sal volando de aquí antes de que él decida seguir con el baile. O antes de
                que resuelva ir al sótano a buscar su Winchester."
                   Retrocedió sintiendo una punzada de dolor en el pie. Había pisado un trozo de
                espejo. Se agachó para coger la maleta, sin quitar los ojos de Tom. Retrocedió
                hasta la puerta y salió al pasillo. Tenía la maleta delante de ella, con las dos
                manos y le golpeaba las piernas al caminar. Su pie herido iba dejando huellas
                sangrientas. Cuando llegó a la escalera, giró en redondo y bajó deprisa sin
                permitirse pensar. Sospechaba que, de cualquier modo, ya no le quedaban
                pensamientos coherentes, al menos de momento.
                   Sintió un leve roce contra la pierna y gritó.
                   Vio que era el extremo del cinturón, aún envuelto en su mano. Bajo aquella luz
                opaca se parecía a una serpiente muerta. Lo arrojó por sobre la barandilla con una
                mueca de asco y lo vio aterrizar en la alfombra del vestíbulo.
                   Al pie de la escalera, cogió el ruedo de su camisón de encaje blanco y se lo
                quitó por la cabeza. Estaba manchado de sangre y no quería tenerlo puesto un
                segundo más. Lo dejó caer a un lado. Desnuda, se agachó hacia la maleta. Sus
                pezones estaban fríos y duros como balas.
                   --¡Beverly, sube inmediatamente!
                   Lanzó una exclamación y dio un respingo, pero volvió a inclinarse hacia la
                maleta. Si él estaba lo bastante fuerte como para gritar así, ella tenía menos
                tiempo del que pensaba. Abrió la maleta y sacó una blusa, bragas y un viejo par
                de vaqueros. Se los puso precipitadamente, de pie junto a la puerta, sin apartar la
                vista de la escalera. Pero Tom no apareció allá arriba. Aulló su nombre dos veces
                más. En cada ocasión el sonido la hizo retroceder, con los ojos acosados y los
                labios descubriendo los dientes en una mueca de angustia.
                   Se abotonó la blusa a toda velocidad. Le faltaban los dos botones de arriba
                (resultaba irónico que cosiera tan poco para ella misma); probablemente parecería
                una prostituta buscando el último cliente de la noche. Pero no había remedio.
                   --¡Te voy a matar, mala puta! ¡Maldita zorra!
                   Cerró de un golpe la maleta y le echó el cerrojo. El brazo de una camisa quedó
                fuera, como una lengua. Echó un vistazo en derredor, apresuradamente,
                intuyendo que jamás volvería a ver esa casa. Sintió alivio ante la idea. Así pues,
                abrió la puerta y salió.
                   Estaba a tres manzanas de distancia, caminando sin rumbo, cuando se dio
                cuenta de que todavía estaba descalza. El pie que se había cortado, el izquierdo,
                le palpitaba sordamente. Tenía que ponerse algún calzado y eran casi las dos de
                la madrugada. Su billetera y sus tarjetas de crédito estaban en la casa. Metió la
                mano en los bolsillos del vaquero y sólo sacó un poco de pelusa. No tenía un
                centavo. Miró en derredor: un vecindario residencial, casas bonitas, prados
                pulcros, canteros y ventanas oscuras.
                   Y de pronto se echó a reír.
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