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--Escúchame, Tom. Hay problemas en la ciudad donde nací. Problemas muy
                graves. En aquellos tiempos tuve un amigo. Supongo que pudimos haber sido
                novios, pero todavía no teníamos edad para eso. Él tenía sólo once años y era
                muy tartamudo. Ahora es novelista. Hasta creo que leíste uno de sus libros... ¿Los
                rápidos negros?
                   Le estudiaba la cara, pero él no le dio pistas. Sólo ese péndulo del cinturón, que
                iba y venía, iba y venía. Permanecía de pie, con la cabeza gacha y las gruesas
                piernas apartadas. Entonces ella se mesó el pelo, inquieta, distraída, como si
                tuviera cosas muy importantes en que pensar y no hubiera visto el cinturón.
                Aquella pregunta horrible, acusadora, volvió a resurgir en la mente de Tom:
                "¿Estás aquí? ¿Seguro?"
                   --Ese libro estuvo por aquí durante semanas y no lo relacioné. Tal vez debí
                hacerlo, pero todos somos mayores y hacía muchísimo tiempo que ni siquiera me
                acordaba de Derry. El caso es que Bill tenía un hermano, se llamaba George. A
                George lo mataron antes le que yo conociera a Bill. Lo asesinaron. Y al verano
                siguiente...
                   Pero Tom había escuchado ya demasiadas locuras, desde dentro y desde fuera.
                Avanzó rápidamente, levantando el brazo derecho por sobre el hombro, como si
                estuviera por arrojar una jabalina. El cinturón siseó en el aire. Beverly trató de
                apartarse, pero se golpeó el hombro derecho contra la puerta del baño y se oyó un
                carnoso ¡whap! al encontrar el cuero su brazo izquierdo y dejar una magulladura
                roja.
                   --Tengo que darte una paliza -repitió Tom. Su voz era cuerda, hasta apenada,
                pero él mostraba los dientes en una sonrisa blanca y helada. Quería ver esa
                expresión en sus ojos, esa expresión de miedo, terror y vergüenza, la que decía:
                "Sí, tienes razón, me lo merecía." Esa expresión que decía: "Sí, estás ahí, siento
                tu presencia." Entonces volvería el amor y eso estaba bien, era bueno, porque él
                la amaba, de veras. Hasta podían conversar, si ella quería, sobre quién había
                llamado y de qué se trataba todo eso. Pero eso sería después. De momento
                estaban en clase. El viejo uno dos: primero la paliza, después el sexo.
                   --Lo siento, nena.
                   --Tom no hagas e...
                   Él lanzó el cinturón hacia el costado y vio que le lamía las caderas. Se produjo
                un satisfactorio chasquido al terminar en la nalga. Y...
                   ¡Por Dios, ella lo estaba sujetando! ¡Estaba sujetando el cinturón!
                   Por un momento, Tom Regan quedó tan atónito por ese inesperado acto de
                insubordinación que estuvo a punto de perder el cinturón. Lo habría perdido, de no
                ser por el lazo que lo aseguraba a su puño.
                   Se lo arrancó de un tirón.
                   --Nunca más trates de quitarme nada -dijo, ronco-. ¿Me oyes? Si tratas de
                hacerlo otra vez, te pasarás un mes meando zumo de moras.
                   --Basta, Tom -dijo Beverly. El tono lo enfureció. Parecía un maestro hablando
                con un chiquillo caprichoso en el recreo-. Tengo que irme. No es broma. Ha
                muerto gente y hace tiempo prometí...
                   Tom oyó muy poco de todo eso. Lanzó un aullido y se arrojó hacia ella con la
                cabeza gacha, lanzando el cinturón a ciegas. La golpeó una y otra vez apartándola
                de la puerta, haciendo que retrocediera a lo largo de la pared. Más tarde, por la
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