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espalda. Después se mecieron juntos en golpes largos, lentos y en algún
momento a él le pareció que había otro orgasmo. Tom llegaba al borde y pensaba
en el último partido de béisbol o en quién estaba tratando de quitarle la cuenta de
Chesley en el trabajo, para abstraerse. Por fin empezó a acelerar hasta que su
ritmo se disolvió en un concorveo excitado. Le miró la cara: los círculos de rímel,
como los de un mapache, el lápiz de labios corrido. Y se sintió súbitamente
disparado hacia el abismo, delirante.
Ella sacudió las caderas hacia arriba, más y más; en aquellos tiempos la cerveza
no había puesto panza entre ellos y los vientres aplaudieron en ritmo cada vez
más veloz.
Cerca del final, ella gritó y le mordió el hombro.
--¿Cuántas veces te corriste? -le preguntó él, después de que ambos se
ducharon.
Beverly apartó la cara. Cuando habló, lo hizo con voz casi inaudible:
--Se supone que no debes preguntar eso.
--¿Ah, no? ¿Quién te lo dijo?
Le tomó la cara con una mano, con el pulgar hundido en una mejilla y los otros
dedos en la otra, la palma abarcando el mentón.
--Confiésate con Tom -dijo-. ¿Me oyes, Bev? Cuéntale a papá.
--Tres -reconoció ella.
--Bien -dijo él-. Puedes fumar un cigarrillo.
Beverly lo miró con desconfianza, desparramado el pelo rojo sobre las
almohadas, cubierta sólo con las bragas. Con sólo verla así, el motor volvía a
funcionar. Hizo una señal de asentimiento.
--Anda -insistió-. Está bien.
Tres meses después se casaron en el juzgado. Asistieron dos amigos de Tom;
por parte de Beverly, la única amiga presente fue Kay Mccall, a quien Tom
llamaba "esa zorra feminista".
Todos esos recuerdos pasaron por la mente de Tom en pocos segundos, como
un fragmento cinematográfico acelerado, mientras la observaba desde el marco de
la puerta. Ella había abierto el cajón del fondo, el que a veces llamaba "cajón de
fin de semana", y estaba arrojando prendas interiores dentro de la maleta. No eran
las cosas que a él le gustaban, esos satenes deslizantes, esas sedas suaves.
Eran prendas de algodón, cosas de chiquilla casi todas desteñidas y con nudos de
goma reventada en la cintura. Un camisón de algodón que parecía salido de La
familia Ingalls. Hundió la mano en el fondo de ese último cajón para ver qué otra
cosa había allí.
Mientras tanto, Tom Rogan caminó por la alfombra hacia el armario. Estaba
descalzo, su marcha fue tan silenciosa como un golpe de brisa. Era el cigarrillo.
Eso lo había vuelto loco. Hacía mucho tiempo que ella no olvidaba aquella primera
lección. Había tenido que enseñarle otras desde entonces, muchas otras. Hubo
días calurosos en que ella debió usar blusas de mangas largas y hasta abrigos
abotonados hasta el cuello. Días grises en que se puso anteojos oscuros. Pero
esa primera lección había sido súbita y fundamental.
Tom había olvidado la llamada telefónica que lo había arrancado de su profundo
sueño. Era el cigarrillo. Si ella volvía a fumar era porque se había olvidado de Tom