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sido esa tercera expresión, desaparecida al cabo de un instante? Primero, la
sorpresa. Después, el dolor. Por último, la apariencia de un recuerdo... de algún
recuerdo. Había estado allí sólo por un momento. Probablemente ella ni siquiera
había notado su presencia en su cara y su mente.
A ver ahora. Estaría en lo primero que ella no dijera. Tom lo sabía.
No fue: ¡Hijo de puta!
No fue: Adiós, Mr. Macho
No fue: Hemos terminado, Tom.
Ella se limitó a mirarlo con aquellos ojos de avellana, heridos, desbordantes, y
dijo:
--¿Por qué has hecho eso? -Después trató de decir algo más, pero rompió a
llorar.
--Tira eso.
--¿Qué? ¿Qué, Tom?
El maquillaje le corría por la cara en rastros lodosos. A él no le molestó. Casi le
gustaba verla así. Era una piltrafa, pero también tenía algo de sensual. Algo dé
arrastrada. Medio lo excitaba.
--El cigarrillo. Tíralo.
El amanecer de la conciencia. Y con ella, la culpa.
--¡Lo olvidé! -exclamó ella-. ¡Eso es todo!
--Tíralo, Bev, o te ganarás otra.
Beverly bajó el cristal y arrojó el cigarrillo. Luego se volvió hacia él, pálida,
asustada, pero también serena.
--No puedes... no deberías pegarme. Es una mala base para una... una...
relación duradera.
Estaba tratando de hallar un tono, una cadencia adulta para hablar, pero
fracasaba. Él le había provocado una regresión. Estaba en ese coche con una
criatura. Voluptuosa y sensual como un demonio, pero una criatura.
--No poder y no deber son dos cosas distintas, chiquilla -dijo Tom, manteniendo
la serenidad, aunque por dentro se estremecía-. Y seré yo quien decida qué
constituye una relación duradera y qué no. Si lo aguantas, bien; si no, puedes
largarte. No voy a detenerte. Podría darte una patada en el culo como regalo de
despedida, pero no te detendría. ¿Qué más quieres que te diga?
--Tal vez ya hayas dicho bastante -susurró ella.
Y él volvió a pegarle, más fuerte que la primera vez, porque ninguna mujer podía
faltarle a Tom Rogan. Hubiera golpeado a la reina de Inglaterra, si le hubiese
faltado.
La mejilla de Beverly chocó contra el tablero acolchado. Su mano buscó el
picaporte de la portezuela, pero cayó. Se agazapó en el rincón, como un conejo,
con una mano sobre la boca, los ojos grandes, húmedos, asustados. Tom la miró
por un momento; después se bajó y rodeó el coche por atrás. Le abrió la
portezuela. Su aliento despedía vapor en el negro y ventoso aire de noviembre; el
olor del lago llegaba con toda claridad.
--¿Quieres salir, Bev? Te vi buscar el picaporte, así que has de querer salir.
Bueno, está bien. Te pedí que hicieras algo y dijiste que lo harías. Después no lo
hiciste. ¿Quieres salir? Anda, baja. Mierda, baja. ¿Quieres bajar de una puta vez?
--No -susurró ella.