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--¿Cómo? No te he oído.
                   --No quiero bajar -dijo Beverly en voz algo más alta.
                   --¿Qué pasa? ¿Esos cigarrillos te provocan afonía? Si no puedes hablar, te
                conseguiré un megáfono, mierda. Es tu última oportunidad, Beverly. Habla para
                que te oiga: ¿quieres bajar de este coche o quieres volver conmigo?
                   --Quiero volver contigo -contestó ella apretándose las manos sobre el regazo
                como una chiquilla. No lo miraba. Las lágrimas le corrían por las mejillas.
                   --Está bien. Pero primero repite esto conmigo, Bev. Repite: "Olvidé no fumar
                delante de ti, Tom."
                   Ella levantó los ojos, la mirada herida, suplicante. "Puedes obligarme a decir
                esto -rogaban sus ojos-, pero no lo hagas, por favor. No lo hagas. Te amo. ¿No,
                podemos dejarlo así?"
                   No, no se podía. Porque eso no era, en el fondo, lo que ella deseaba, y ambos lo
                sabían.
                   --Dilo.
                   --Olvidé no fumar delante de ti, Tom.
                   --Bien. Ahora di: "Perdón."
                   --Perdón -repitió ella, inexpresiva.
                   El cigarrillo quedó humeando en el pavimento como un trozo de mecha
                encendida. Los que salían del teatro les echaban una mirada; un hombre de pie
                junto a la portezuela abierta de un viejo Vega, una mujer sentada dentro con las
                manos apretadas en el regazo, la cabeza gacha, las luces recortando la catarata
                suave de su pelo con un borde dorado.
                   Tom aplastó el cigarrillo. Lo convirtió en una mancha contra el pavimento.
                   --Ahora di: "No volveré a fumar sin tu permiso."
                   --No volveré...
                   La voz de Beverly comenzó a atascarse.
                   --... no... n-n-n...
                   --Dilo, Bev.
                   --No volveré a f-fumar. Sin tu ppermiso.
                   Entonces él cerró la portezuela de un golpe y volvió al volante para llevarla a su
                apartamento del centro. Ninguno de los dos dijo palabra. La mitad de la relación
                había quedado establecida en el aparcamiento; la otra mitad se estableció
                cuarenta minutos después, en la cama de Tom.
                   Ella no quería hacer el amor, según dijo. Él vio una verdad diferente en sus ojos
                y en la humedad entre sus piernas. Cuando él le quitó la blusa, sus pezones
                estaban duros. Ella gimió al primer roce y lanzó una suave exclamación cuando él
                chupó, uno primero, el otro después, acariciándolos. Beverly le tomó la mano y se
                la llevó entre las piernas.
                   --Dijiste que no querías -le recordó Tom.
                   Y ella apartó la cara... pero no le soltó la mano; por el contrario, el balanceo de
                sus caderas se aceleró.
                   Él la volvió de espaldas en la cama. En vez de desgarrarle la ropa interior, se la
                quitó con un cuidado casi gazmoño.
                   Deslizarse en su interior fue como deslizarse en un aceite exquisito.
                   Se movió con ella, usándola, pero dejando también que ella lo usara. Beverly
                tuvo el primer orgasmo casi de inmediato, con un grito, clavándole las uñas en la
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