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Ella se apresuró a levantarse y rodeó la cama sosteniendo el cable en alto. Su
                cabello pelirrojo flotaba sobre el camisón en ondas naturales casi hasta la cintura.
                Pelo de prostituta. Sus ojos no buscaron, balbuceantes, la cara de Tom para
                averiguar cuál era su estado emocional y a Tom Rogan eso no le gustó. Se
                incorporó. Comenzaba a dolerle la cabeza. Mierda. Probablemente le había
                estado doliendo antes, pero mientras uno duerme no se da cuenta.
                   Entró en el baño, orinó durante tres horas, según le pareció y luego decidió,
                puesto que estaba levantado, tomar otra cerveza para tratar de anular la inminente
                resaca.
                   Al cruzar el dormitorio rumbo a la escalera con los calzoncillos blancos que
                flameaban como velas bajo su considerable tripa (parecía más un estibador que el
                gerente general de Beverly Fashions, S.A.), miró por encima del hombro y gritó,
                fastidiado:
                   --Si es esa marimacho de Lesley, dile que se busque alguna modelo que devorar
                y que nos deje dormir.
                   Beverly levantó la vista, sacudió la cabeza para indicar que no se trataba de
                Lesley y volvió a mirar el teléfono. Tom sintió que los músculos del cuello se le
                tensaban. Era como si ella no quisiese tener nada que ver. La señora. La muy
                puta de señora. La cosa empezaba a pintar mal. Probablemente Beverly
                necesitaba una clase de repaso sobre quién mandaba allí. A veces le hacía falta.
                Era lenta en aprender.
                   Bajó la escalera y caminó por el pasillo hasta la cocina. Abrió la nevera. Su
                mano no encontró nada más alcohólico que un envase de plástico azul con un
                sobrante de fideos a la Romanoff. Toda la cerveza había desaparecido, incluyendo
                la que guardaba bien atrás, como el billete de veinte dólares que guardaba
                plegado tras su carnet de conducir, para casos de emergencia. El partido había
                durado horas y todo para nada. Los White Sox habían perdido. Ese año no eran
                más que un puñado de culos fofos.
                   Su mirada se desvió hacia las botellas de bebida fuerte, tras el vidrio del estante
                superior del bar y por un momento se imaginó sirviéndose una buena medida de
                whisky. Pero volvió hacia la escalera decidido a no darle más problemas a su
                cabeza. Echó un vistazo al antiguo reloj de péndulo, al pie de la escalera, y vio
                que ya pasaba de la medianoche. Eso no le mejoró el humor, que, en el mejor de
                los casos, nunca era muy bueno.
                   Subió la escalera con lentitud, consciente, demasiado consciente, del modo en
                que estaba funcionando su corazón. Ka-bom, ka-dad. Ka-bom, ka-dad. Kabom,
                ka-dad. Lo ponía nervioso que el corazón le latiera en los oídos y en las muñecas,
                no sólo en el pecho. A veces, cuando sucedía eso, lo imaginaba no como un
                órgano que se contraía y se expendía, sino como un gran dial en el costado
                izquierdo de su pecho, con la aguja peligrosamente inclinada hacia la zona roja.
                Eso no le gustó; no le hacía falta esa clase de mierda. Lo que le hacía falta era
                dormir bien toda la noche.
                   Pero la estúpida con quien se había casado aún estaba hablando por teléfono.
                   --Comprendo, Mike... Sí... yo sí... Lo sé, pero...
                   Una pausa.
                   --¿Bill Denbrough? -exclamó ella y el punzón de hielo volvió a clavarse en el
                oído de Tom.
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