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Aguardó ante la puerta del dormitorio hasta recuperar el aliento. Su corazón
volvía a latir ka-dad, kadud, ka-dad. El tronar había pasado. Imaginó brevemente
que la aguja se apartaba del rojo y descartó la imagen a fuerza de voluntad. Era
un hombre, por el amor de Dios, y muy hombre, no una caldera con el termostato
en mal estado. Estaba en forma. Era de hierro. Y si ella necesitaba aprenderlo otra
vez, se lo enseñaría.
Iba a entrar, pero lo pensó mejor y permaneció donde estaba, escuchándola. No
le importaba con quién estaba hablando ni qué decía, sólo escuchaba los tonos
ascendentes y descendentes de su voz. Y lo que sentía era aquella vieja y sorda
rabia familiar.
Había conocido a Beverly en un bar para solteros, en Chicago, cuatro años
antes. La conversación se entabló con facilidad porque ambos trabajaban en el
edificio de Standard Brands y conocían a varias personas en común. Tom
trabajaba para King and Landry, Relaciones Públicas, en el piso 42. Beverly Marsh
(su nombre de soltera) era asistente de diseños en Delia Fashions, en el ab. Delia,
quien más tarde disfrutaría de un modesto renombre en el Medio Oeste, se
ocupaba de la gente joven. Sus faldas, sus blusas, chales y pantalones sueltos se
vendían principalmente en esos locales que Delia Castleman denominaba "tiendas
para jóvenes" y Tom, "vanguardistas". Casi de inmediato, Tom Rogan detectó dos
cosas en Beverly Marsh: era muy deseable y muy vulnerable. En menos de un
mes sabía una tercera: que era inteligente, muy inteligente. En sus diseños de
blusas y faldas de deportes vio una máquina de hacer dinero de posibilidades casi
aterrorizantes.
"Pero no para los negocios vanguardistas -pensó, aunque no lo dijo (al menos
por entonces). Basta de mala iluminación, de precios bajos, de exhibiciones de
mierda en las trastiendas, entre las porquerías para doparse y las camisetas de
grupos de rock. Esa mierda es para los principiantes."
Se enteró de muchas cosas con respecto a ella, aun antes de que Beverly
supiera que le interesaba de verdad; así era como él lo deseaba. Se había pasado
toda la vida buscando a una mujer como beverly Marsh y avanzó con la celeridad
de un león que se lanza contra un antílope. No era que su vulnerabilidad estuviera
a la vista. Al mirar, uno veía a una mujer bonita y delgada, pero bien provista. Tal
vez no tenía muy buenas caderas, pero sí un culo estupendo. Y las mejores tetas
que Tom había visto en su vida. A Tom le gustaban las tetas, siempre le habían
gustado. Y las mujeres altas casi siempre lo desilusionaban en ese punto. Se
ponían blusas finas y los pezones enloquecían a cualquiera, pero cuando uno les
sacaba esas blusas finas descubría que, aparte de pezones, no había nada más.
Las tetas, en sí, parecían pomos de cajón de escritorio. "Basta con lo que entra en
la mano; lo demás es un desperdicio", decía su compañero de habitación en la
universidad. Por lo que a Tom concernía ese hombre tenía la cabeza tan llena de
mierda que rezumaba al girar.
Oh, ella era una preciosidad, claro que sí, con ese cuerpo de dinamita y esa
gloriosa cascada de pelo rojo y ondeado. Pero era débil. Parecía emitir señales de
radio que sólo él podía recibir. Uno se daba cuenta por ciertas cosas: por lo mucho
que fumaba (pero él la tenía casi curada de eso); por el modo inquieto de mover
los ojos, sin mirar nunca de frente a la persona con quien hablaba, dirigiéndole la
vista sólo de vez en cuando, para apartarla de inmediato; por su costumbre de