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frotarse suavemente los codos cuando se ponía nerviosa; por sus uñas, que
                mantenía pulcras pero excesivamente cortas. Tom reparó en eso la primera vez
                que la vio. En cuanto ella levantó la copa de vino blanco, él le vio las uñas y
                pensó: "Las mantiene así de cortas porque se las come."
                   Tal vez los leones no piensan, al menos no como la gente... pero ven. Y cuando
                los antílopes huyen de un abrevadero, alertados por el olor de la muerte próxima,
                los felinos observan cuál de ellos se queda en la retaguardia, quizá a causa de
                una pata coja, quizá porque es naturalmente más lerdo... o porque tiene menos
                desarrollado el sentido del peligro. Y hasta es posible que algunos antílopes (y
                algunas mujeres) deseen que los derriben.
                   De pronto oyó un ruido que lo arrancó bruscamente de esos recuerdos: el
                chasquido de un encendedor.
                   La furia sorda volvió. Su estómago se llenó de un calor no del todo
                desagradable. Fumaba. Ella fumaba. Tom Rogan le había dictado un curso
                especial sobre el tema. Y allí estaba ella, haciéndolo otra vez. Era lenta para
                aprender, sí, pero el buen maestro da lo mejor de sí con los alumnos lentos.
                   --Sí -dijo ella en ese momento-. Está bien. Sí... Escuchó, luego emitió una risa
                extraña, entrecortada, que Tom nunca le había oído.
                   --Dos cosas, ya que preguntas: resérvame alojamiento y reza por mí. Sí, está
                bien... Ya... yo también. Buenas noches.
                   Estaba colgando el auricular cuando él entró. Su intención había sido entrar con
                violencia, gritándole que apagara de inmediato el cigarrillo, ¡Ahora Mismo!, pero
                las palabras se le ahogaron en la garganta al verla. La había visto así en otras
                ocasiones, pero sólo dos o tres veces. Una vez, antes de la primera exhibición
                importante; otra, antes del primer desfile privado para compradores nacionales y,
                por último, al viajar a Nueva York para recibir el Premio Internacional del Diseño.
                   Se paseaba por el cuarto a grandes pasos, con el camisón de encaje blanco
                modelándole el cuerpo y el cigarrillo sujeto entre los labios (por Dios, cómo
                detestaba verla con una colilla en la boca), despidiendo humo sobre el hombro
                izquierdo.
                   Pero fue la cara lo que lo detuvo, lo que le hizo morir el grito en la garganta. El
                corazón le dio un vuelco, ka¡Bamp! Hizo una mueca de dolor, diciéndose que eso
                no era miedo sino sólo asombro de verla así.
                   Beverly sólo estaba completamente viva cuando el ritmo de su trabajo llegaba a
                un punto culminante. Cada una de las ocasiones que acababa de recordar se
                había relacionado, por supuesto, con su profesión. En esas ocasiones, Tom había
                visto a una mujer distinta de la que conocía tan bien. La mujer que aparecía en
                momentos de tensión era fuerte, pero cargada de nerviosismo; temeraria, pero
                imprevisible.
                   En ese momento había mucho color en sus mejillas, un rubor natural en los
                pómulos. En los ojos, bien abiertos y chispeantes, no quedaban señales de sueño.
                Su cabellera fluía y flotaba. Y ¡oh, miren eso, amigos y vecinos! ¡Oh, miren bien!
                ¿Acaso está sacando una maleta del armario? ¿Una maleta? ¡Por Dios, sí!
                   "Resérvame alojamiento... Reza por mí."
                   Bueno, no le haría falta ningún alojamiento, ningún hotel en el futuro, porque la
                pequeña Beverly Rogan se quedaría muy quietecita en casa, y comería de pie
                durante tres o cuatro días.
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