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El señor Keene rió palmoteándose el flaco muslo como si fuera el mejor chiste
                del mundo. Después se inclinó y me dio una palmadita en la rodilla.
                   --La cuestión, hijo es que la historia circuló todo lo necesario. Ya se sabe lo que
                pasa en los pueblos pequeños. Si eliges a la gente adecuada y le cuentas lo que
                quieres divulgar... ¿comprendes? ¿Quieres otro regaliz?
                   Tomé uno con dedos entumecidos.
                   --Engordan -dijo el señor Keene, sonriendo. En ese momento lo vi viejo,
                infinitamente viejo, con los bifocales que le resbalaban por la nariz huesuda y la
                piel demasiado tensa en los pómulos como para arrugarse.
                   >Al día siguiente vine a la farmacia con mi rifle. Bob Tanner, el mejor ayudante
                que he tenido nunca, trajo la escopeta de su padre. A eso de las once vino
                Gregory Cole para comprar bicarbonato y te aseguro que llevaba un Colt 45
                encajado en el cinturón.
                   >--Te vas a volar los huevos con eso, Greg -le dije.
                   >--He venido desde Milford para esto, y llevo una resaca de la hostia -me dice
                Greg-. Creo que volarán huevos, sí, pero no serán los míos.
                   >A eso de la una y media puse mi letrerito: "Sea paciente, por favor. Vuelvo
                pronto". Tomé mi rifle y salí por atrás al callejón de Richard. Pregunté a Bob
                Tanner si quería acompañarme, pero dijo que prefería preparar la medicina para la
                señora Emerson y reunirse conmigo después. "Déjeme uno con vida, señor
                Keene", dijo, pero le contesté que no podía prometerle nada.
                   >En Canal Street apenas había tráfico: ni automóviles ni peatones. De vez en
                cuando pasaba algún camión de reparto, pero eso era todo. Vi a Jake Pinnette
                cruzar la calle con un rifle en cada mano. Se reunió con Andy Criss y ambos se
                sentaron en uno, de los bancos que había junto al monumento a la guerra; ya
                sabes, donde el canal se hace subterráneo.
                   >Petie Vannes, Al Nell y Jimmy Gordon estaban sentados en los escalones del
                Palacio de Justicia comiendo sandwiches y fruta que habían llevado en una bolsa
                e intercambiaban bocadillos como los chicos en el colegio. Todos iban armados.
                Jimmy Gordon tenía un Springfield de la Gran Guerra más grande que él.
                   >Vi pasar a un chico rumbo a Up-Mile Hill; tal vez era Zack Denbrough, el padre
                de tu amiguito, el que se hizo escritor. Kenny Borton le grita desde la ventana de la
                sala de lectura, en el local de ciencia cristiana: "Te conviene salir de aquí, niño; va
                a haber tiroteo". Zack echó un vistazo a su cara y salió como si se lo llevara el
                diablo.
                   >Había hombres por todas partes armados, de pie en los portales, sentados en
                los peldaños asomados a las ventanas. Greg Cole estaba sentado en un portal
                con su 45 en el regazo y dos docenas de balas alineadas a su lado como si fueran
                soldados de Juguete. Bruce Jagermeyer y el sueco Olaf Theramenius se habían
                ubicado bajo la marquesina del Bijou a la sombra.
                   El señor Keene me miraba... miraba a través de mí. Sus ojos ya no brillaban:
                tenían la neblina del recuerdo, la suavidad que sólo se ve en la mirada del hombre
                cuando recuerda los mejores momentos de su vida: su primer triunfo deportivo, tal
                vez, o la primera trucha de buen tamaño que logró pescar o la primera vez que se
                acostó con una mujer bien dispuesta.
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