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no logra sacar; como un mosquito posado en la piel. Según dijo, finalmente se dio
                cuenta de lo que era una noche en que tuvo que levantarse para ir al baño.
                Mientras estaba allí, meando, sin pensar en nada en especial, se le ocurrió de
                pronto que el tiroteo había empezado a las dos y veinticinco de la tarde, a pleno
                sol. Pero el payaso no hacía sombra. No hacía nada de sombra.



                   Cuarta parte. Julio de 1958.


                   Tú letárgica, atendiéndome, esperando el fuego yo,
                   atendiéndote estremecido por tu belleza.
                   Estremecido por tu belleza.
                   Estremecido.
                   William Carlos Williams, "Paterson".


                   Pues yo nací con mi traje de nacer
                   El médico me palmeó en el culo
                   y dijo: "Vas a ser algo especial,
                   tú, dulce culito."
                   Sidney Simien, "Mi culito"



                   XIII. La apocalíptica batalla a pedradas.

                   1.


                   Bill es el primero en llegar. Se sienta en una de las sillas de respaldo alto, junto a
                la puerta de la sala de lectura, y observa a Mike que atiende a los últimos lectores
                de la noche: una anciana con un montón de novelas baratas de terror, un hombre
                con un grueso tomo histórico sobre la guerra civil, y un chico escuálido que espera
                para retirar una novela cuya etiqueta adhesiva indica un plazo de siete días. Bill
                nota, sin sorpresa, que es suya, la última publicada. Siente que la sorpresa está
                más allá de él, el don de encontrarse con lo no buscado, una realidad en la que se
                creía y que ha resultado apenas un sueño.
                   Una muchacha bonita, con falda escocesa sujeta con un alfiler de gancho
                dorado ("Cielos -piensa Bill-, hacia años que no veía una de ésas. ¿Se estarán
                poniendo otra vez de moda?"), saca fotocopias con un ojo puesto en el gran reloj
                de péndulo, tras el escritorio de control. Los sonidos son suaves y consoladores
                como los de cualquier biblioteca: roces y chirridos de zapatos en el linóleo rojo y
                negro del suelo, el incesante tictac del reloj que deja caer secos segundos; el
                ronroneo gatuno de la fotocopiadora.
                   El chico retira su novela de William Denbrough y se acerca a la muchacha en el
                momento en que ella empieza a arreglar sus fotocopias.
                   --Puedes dejar esas copias en el escritorio, Mary -dice Mike-. Yo me encargo de
                guardarlas.
                   Ella le dirige una sonrisa agradecida.
                   --Gracias, señor Hanlon.
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