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--Buenas noches. Buenas noches, Billy. Id a casa directamente.
--¡Si no te andas con cuidado te agarrará el coco! -canturrea el chico escuálido,
mientras desliza un brazo por la cintura de la chica.
--Bueno, no creo que tenga ningún interés en dos fulanos tan feos como
vosotros -dice Mike-, pero id con cuidado de todos modos.
--Sí, señor Hanlon -responde Mary, bastante seria, mientras da un ligero
puñetazo al hombro del chico-. Vamos, guiñapo -dice riendo.
Al hacer eso, deja de ser una quinceañera bonita y mansamente deseable para
convertirse en la niña de once años, pero no tan desgarbada, que fue Beverly
Marsh. Cuándo pasan junto a Bill, se siente estremecido ante su belleza... y tiene
miedo; querría acercarse al chico y decirle, con severidad, que vaya a su casa por
calles iluminadas y no se vuelva si alguien le habla.
"No se puede tener cuidado con una patineta, señor", dice una voz fantasmal
dentro de su cabeza. Y Bill esboza una melancólica sonrisa de adulto.
Observa al chico, que abre la puerta para que pase su amiguita. Salen al
vestíbulo. Bill apostaría sus derechos de autor sobre el libro que ese tal Billy lleva
bajo el brazo a que le ha robado un beso antes de abrirle la puerta exterior. "Y si
no lo hiciste, jódete por tonto, -piensa.- Ahora llévala a casa sana y salva. ¡Por el
amor de Dios, llévala a casa sana y salva!.
Mike le llama.
--Enseguida estaré contigo, Gran Bill. En cuanto haya archivado esto.
Bill hace un gesto de asentimiento y cruza las piernas. La bolsa de papel que
tiene en el regazo crepita un poco. Dentro hay un botellín de whisky; tal vez no
haya deseado nunca una copa con tantas ganas como en estos momentos. Mike
podrá darles agua, al menos, aunque no hielo. Y tal como se siente en ese
momento, muy poca agua le bastará.
Piensa en "Silver", apoyada en la pared del garaje, en la casa de Mike. Y desde
allí sus pensamientos avanzan naturalmente hasta el día en que se reunieron
todos en Los Barrens (todos, menos Mike) y cada uno volvió a contar su historia;
leprosos bajo los porches, momias que caminaban en el hielo, sangre en los
sumideros y niños muertos en la torre-depósito; fotos que se movían y bombres-
lobo que perseguían a los niños por calles desiertas.
Aquel día, antes del 4 de julio, se habían adentrado en Los Barrens. Ahora lo
recuerda. En la ciudad hacía calor, pero estaba fresco en la sombra enmarañada
de la ribera oriental del Kenduskeag. Recuerda que había uno de esos cilindros de
cemento, a poca distancia; murmuraba para sus adentros, tal como la
fotocopiadora había murmurado para la bonita quinceañera. Bill recuerda eso, y
recuerda también que, una vez contadas todas las historias, los otros lo miraron.
Buscaban que él les dijera qué hacer a continuación, cómo proceder, y él,
simplemente, no lo sabía. El no saberlo le produjo una especie de desesperación.
En este momento, al mirar la sombra de Mike, estirada y grande en la pared de
madera oscura, le sobreviene una súbita certeza: si no lo supo en aquella
oportunidad fue porque el grupo no estaba completo aún, aquel 3 de julio por la
tarde. La integración se cumplió más tarde, en el foso de grava abandonada
detrás del vertedero, por donde se podía salir de Los Barrens trepando fácilmente
por cualquiera de los dos lados: las calles Kansas o Merit. En realidad, en el sitio
exacto donde estaba ahora la elevación de la ruta interestatal. El foso de grava no