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Para Mike, la escuela religiosa estaba bien. A veces sospechaba, aunque de un
                modo muy vago, que se estaba perdiendo algunas cosas, tal vez una
                comunicación más amplia con la gente de su edad, pero estaba dispuesto a
                esperar al instituto para llegar a ellas. La perspectiva lo ponía un poco nervioso,
                porque su piel era parda, pero sus padres recibían buen trato, de la gente de la
                ciudad, hasta donde él podía apreciar y Mike estaba convencido de que, si él
                trataba bien a los otros, a él se lo trataría de la misma manera.
                   La excepción a esa regla era, por supuesto, Henry Bowers.
                   Aunque trataba de demostrarlo lo menos, posible, Mike vivía aterrorizado por su
                causa. En 1958, Mike era delgado y de buena contextura, más alto, que Stan Uris,
                pero menos que Bill Denbrough. Era rápido y ágil, lo cual lo había salvado de
                varias palizas a manos de Henry. Además, por supuesto, iban a distintas escuelas.
                Gracias a eso y a la diferencia de edad, sus caminos convergían rara vez. Mike se
                tomaba muchas molestias para que así fuese. Por eso, la ironía consistia en que,
                aunque Henry lo odiaba más que a ningún otro chico de Derry, lo había acosado
                menos que a los otros.
                   Tenía sus marcas, desde luego. Tras la muerte del perro, en la primavera, Henry
                saltó de entre los arbustos mientras Mike caminaba hacia la ciudad para ir a la
                biblioteca. Se acercaba el fin de marzo y hubiera podido ir en bicicleta porque
                hacía bastante calor, pero en aquellos tiempos Witcham Street terminaba en tierra
                más allá de la casa de los Bowers; por lo tanto, en aquella temporada era un
                pantano, donde las bicicletas no servían para nada.
                   --Hola, negro -había dicho Henry saliendo de entre los matojos con una gran
                sonrisa.
                   Mike retrocedió dirigiendo rápidas miradas cautelosas a derecha e izquierda,
                buscando una posibilidad de huir. Sabía que, si lograba eludir a Henry, podría
                sacarle buena ventaja. Henry era grande y fuerte, pero lento.
                   -Voy a hacerme un muñeco de alquitrán -dijo Henry, avanzando hacia él-. No
                eres tan negro como, hace falta, pero yo me encargo de eso.
                   Mike desvió los ojos a la izquierda y torció el cuerpo en esa dirección. Henry
                cayó era la trampa y se arrojó hacia allí, tan rápida y pronunciadamente que no
                pudo echarse atrás. Mike, invirtiendo el movimiento con dulce y natural celeridad,
                echó a correr hacia la derecha (en el instituto integraría el equipo de fútbol; una
                fractura de pierna le impediría cubrir el récord de puntos anotados). Habría
                escapado con facilidad de no ser por el barro: Estaba resbaladizo y Mike cayó de
                rodillas. Antes de que pudiera levantarse Henry cayó sobre él.
                   --¡"Neggronegggroneeegro"! -gritó Henry, en una especie de éxtasis religioso,
                mientras lo hacía rodar.
                   El barro subió por su espalda y por el fondillo de sus pantalones. Sintió que se le
                metía en los zapatos. Pero sólo empezó a llorar cuando Henry le untó la cara de
                lodo tapándole las fosas nasales.
                   --¡Ahora sí que eres negro! -aulló Henry, alegremente, mientras le frotaba el pelo
                con barro-. ¡Ahora eres negro de verdad! -Desgarró su chaqueta y la camiseta que
                llevaba debajo y le plantó una cataplasma oscura en el ombligo-. ¡Ahora eres más
                negro que la medianoche! -vociferó, triunfal, mientras aplicaba tapones de barro a
                sus orejas. Luego se echó atrás, y chilló-: ¡"Yo" maté a tu perro, negro!
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