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Mike asintió.
                   --Su padre está loco.
                   Mike volvió a asentir. Había oído hablar de eso en la ciudad y sus pocos
                encuentros con el señor Bowers reforzaban esa idea.
                   --Y no quiero decir que esté un poco chiflado -prosiguió Will, encendiendo un
                cigarrillo liado por él, mientras miraba a su hijo-. Está a tres pasos del loquero. Así
                volvió de la guerra.
                   --Creo que Henry también está loco -dijo Mike.
                   Su voz sonaba baja pero firme, y eso fortaleció el corazón del padre. Sin
                embargo, aunque su vida incluía incidentes tales como haber estado a punto de
                morir quemado vivo en una improvisada taberna llamada Black Spot, no podía
                creer que un chico como Henry estuviera loco.
                   --Bueno, presta demasiada atención a su padre, pero eso es natural -dijo. Sin
                embargo, su hijo estaba mucho más cerca de la verdad. Henry Bowers, ya por
                asociación constante con su padre o por otro motivo, algo interno, estaba
                enloqueciendo, lenta pero seguramente.
                   --No quiero que vivas huyendo -dijo Will- pero por el hecho de ser negro tendrás
                que soportar muchas cosas. ¿Comprendes lo que quiero decir?
                   --Si, papá -dijo Mike, pensando en Bob Gautier, un compañero de escuela.
                   Bob había tratado de explicarle que lo negro no podía ser un insulto porque su
                padre lo decía constantemente. Más aún, afirmaba Bob, gravemente, debía de ser
                un elogio, porque en la pelea que transmitieron por televisión, el viernes por la
                noche, su padre había dicho, de un luchador que, después de una gran paliza,
                seguía de pie: "Tiene la cabeza más dura que un negro." "Y mi papá es tan
                cristiano como tu papá", había concluido el chico. Mike recordaba que, al mirar
                aquella cara blanca, enjuta y severa, no había sentido rabia, sino una terrible
                tristeza que le daba ganas de llorar. En la cara de Bob veía franqueza y buenas
                intenciones, pero su sensación era de soledad, de distancia, de un gran vacío
                sibilante entre él y el otro chico.
                   --Veo que me entiendes -dijo Will, revolviéndole el pelo-. Así pues, tienes que
                mirar muy bien dónde pisas. Tienes que preguntarte si Henry Bowers vale la pena.
                ¿Vale la pena?
                   --No -dijo Mike-. No, no la vale.
                   Pasaría un tiempo antes de que cambiara de idea. Eso ocurrió, en realidad, el 3
                de julio de 1958.



                   4.

                   Mientras Henry Bowers, Victor Criss, Belch Huggins, Peter Gordon y un chico de
                la secundaria medio retrasado que se llamaba Steve Sadler (a quien conocían por
                el apodo de "Moose", por el personaje de "Archie sus amigos") perseguían al
                sofocado Mike Hanlon por vías del ferrocarril en dirección a Los Barrens. Distantes
                unos seiscientos metros, Bill y el resto de los Perdedores seguían sentados en la
                ribera del Kenduskeag, estudiando aquel problema de pesadilla.
                   --C-c-creo que sé dó-dónde está -dijo Bill, rompiendo por fin el silencio.
                   --En las cloacas -agregó Stan.
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