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canturreado: "¡Voy a matar a todos lo japoneses! ¡Voy a matar a todos los
                japoneses, joder!", mientras le pegaba.
                   Belch Huggins, tonto como era, había sabido expresarlo perfectamente al decir a
                Victor, dos años antes: "Con los locos no se jode." Y Victor, riendo, había estado
                de acuerdo.
                   Pero el canto de sirena de esos petardos había sido irresistible.
                   --Te propongo una cosa, Henry -dijo Victor, cuando Henry lo llamó a las nueve
                de la mañana para invitarlo-. Nos encontramos en la carbonera a eso de la una.
                ¿Qué te parece?
                   --Si vas a la carbonera a eso de la una no me encontrás -respondió Henry-.
                Tengo demasiado que hacer. Si apareces a las tres, me encontrás. Y el primer M-
                80 te estallará directamente en el culo, Vic.
                   Vic, tras una breve vacilación, accedió a ayudarlo.
                   Los otros también fueron. Entre los cinco, todos chicos corpulentos que
                trabajaron como esclavos, las tareas estuvieron terminadas en las primeras horas
                de la tarde. Cuando Henry preguntó a su padre si podía irse, Bowers se limitó a
                mover lánguidamente la mano. Ya se había instalado en el porche trasero para
                pasar la tarde con una botella de sidra junto a la mecedora y la radio portátil en la
                barandilla (esa tarde, los Red Sox jugaban con los Senators de Washington).
                Cruzada sobre el regazo tenía una espada japonesa desenvainada, recuerdo de la
                guerra que, según contaba, había arrancado al cuerpo de un japonés moribundo,
                en la isla de Tarawa (en realidad, la había cambiado por seis botellas de cerveza y
                tres cigarrillos de marihuana, en Honolulú). En aquellos tiempos, Butch siempre
                sacaba su espada cuando bebía. Y como todos los chicos, incluido su propio hijo,
                estaban secretamente convencidos de que, tarde o temprano, atacaría a alguien
                con ella, lo mejor era poner distancia cuando aparecía en el regazo de Butch.
                   Los chicos acababan de salir a la carretera cuando Henry divisó a Mike Hanlon.
                   --¡Es el negro! -dijo, con los ojos encendidos como los de un niño que espera la
                inminente llegada de Papá Noel.
                   --¿El negro? -Belch Huggins parecía desconcertado, porque muy rara vez veía a
                los Hanlon. De pronto, sus ojos turbios se iluminaron-. ¡Ah, el negro, sí! ¡Vamos a
                atraparlo, Henry! Belch salió disparado. Los otros iban a seguirlo pero Henry los
                sujetó. Henry tenía más experiencia que sus compañeros tratándose de perseguir
                a Mike Hanlon; sabía que atraparlo no era fácil. Ese negrito corría, sí.
                   --No nos ve. Caminemos rápido hasta que nos descubra. Así acortaremos la
                distancia.
                   Así lo hicieron. Para un observador habría resultado divertido: los cinco parecían
                participantes en esa peculiar competencia olímpica del decathlón. La respetable
                tripa de Moose Sadler subía y bajaba bajo la remera. La cara de Belch iba cubierta
                de sudor y no tardó en ponerse roja. Pero la distancia entre ellos y Mike se
                acortaba: doscientos metros, ciento cincuenta, cien... Y hasta ese momento, el
                negrito no había mirado hacia atrás. Se lo oía silbar.
                   --¿Qué le vas a hacer, Henry? -preguntó Victor Criss en voz baja.
                   Parecía sólo interesado, pero en verdad estaba preocupado. En los últimos
                tiempos, Henry lo preocupaba cada vez más. No le molestaba que quisiera dar a
                Hanlon una paliza, desgarrarle la camisa o arrojar sus pantalones a la rama de un
                árbol, pero no estaba seguro de que fuera eso lo que Henry tenía pensado. Ese
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