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tenía sólo treinta centímetros de profundidad y mostraba bancos de arena en los
                bajíos) sin haberse mojado los pies. El truco era tan simple que parecía cosa de
                niños, pero a nadie se le había ocurrido hasta que Ben lo explicó. Tenía habilidad
                para ese tipo de cosas, pero lo demostraba sin hacer que uno se sintiera estúpido.
                   Bajaron por la orilla en fila india y empezaron a cruzar por los secos lomos de las
                piedras allí plantadas.
                   --¡Bill! -exclamó Beverly.
                   Él se quedó inmóvil, sin mirar atrás, con los brazos tendidos. El agua discurría
                en derredor.
                   --¿Qué pasa?
                   --¡Allí hay pirañas! Hace dos días las vi comerse una vaca entera. El animal cayó
                y, un minuto después, sólo quedaban los huesos. ¡Ten cuidado!
                   --Está bien -dijo Bill-. Abrid los ojos, hombres.
                   Avanzaron tambaleándose de piedra en piedra. En el momento en que Eddie
                Kaspbrak llegaba al medio, un tren de mercancías pasó por el terraplén y el súbito
                soplo de su silbato lo hizo vacilar, casi perdido el equilibrio. Miró el agua brillante y,
                por un momento, entre los destellos de sol que arrojaban dardos de luz a sus ojos,
                creyó ver las pirañas. No eran parte de la mentira que componía la fantasía
                selvática de Bill: de eso estaba seguro. Los peces que veía eran como grandes
                carpas, con feas mandíbulas de bagre. De entre los labios gruesos asomaban
                dentaduras de serrucho; al igual que las carpas, eran naranja. Tan naranja como
                los pompones que solían lucir los payasos en sus trajes.
                   Y nadaban en círculos en el agua poco profunda, dando dentelladas.
                   Eddie agitó los brazos. "Me caigo -pensó-, me voy a caer y me comerán vivo."
                   Stanley Uris lo sujetó con firmeza por la muñeca y lo devolvió al centro de
                gravedad.
                   --Por poco -dijo-. Si te hubieras caído, tu madre te habría dado una buena.
                   Por una vez, nada estaba tan lejos de la mente de Eddie como su madre. Los
                otros ya habían llegado a la ribera opuesta y contaban los vagones del tren. Eddie
                miró a Stan a los ojos, fijamente, como enloquecido. Después volvió la vista al
                agua. Vio una bolsa de patatas fritas que pasaba danzando, pero nada más. Miró
                otra vez a Stan.
                   --Stan, he visto...
                   --¿Qué?
                   Eddie sacudió la cabeza.
                   --Nada, supongo. Estoy sólo un poco
                   ("pero estaban allí, si que estaban, yo los vi y me habrían comido vivo")
                   sobresaltado. A causa del tigre, supongo. Sigamos.
                   Esa ribera occidental del Kenduskeag, la de Old Cape, era un pantano durante
                la estación lluviosa y el deshielo de primavera, pero no se habían producido lluvias
                fuertes en las últimas dos semanas y el barro se había secado formando una
                extraña superficie resquebrajada, de la que brotaban varios cilindros de cemento,
                arrojando pequeñas sombras. A unos veinte metros de distancia, una tubería de
                cemento sobresalía sobre la corriente vertiendo un fino chorro de agua parda.
                   Ben dijo, en voz baja:
                   --Esto da miedo.
                   Los otros asintieron.
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