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Los Perdedores se abrieron paso entre los bambúes de Los Barrens en este
                orden: Bill, Richie; Beverly, que caminaba esbelta y bonita con sus vaqueros y su
                blusa blanca, sin mangas; Ben, que trataba de no bufar demasiado (aunque ese
                día hacia más de 27 grados, se había puesto una de sus sudaderas holgadas);
                Stan, y Eddie, que cerraba la marcha con su inhalador asomando por el bolsillo
                delantero.
                   Bill había caído en una fantasía de "safari en la jungla", como solía ocurrir
                cuando caminaba por esa parte de Los Barrens. Las cañas, altas y blancas,
                limitaban la visibilidad al sendero que ellos habían abierto. La tierra era negra y
                elástica, con parches mojados que era preciso esquivar o pasar de un salto, si uno
                no quería embarrarse los zapatos. Los charcos de agua estancada tenían
                extraños colores desteñidos de arcoiris. En el aire flotaba un hedor compuesto a
                medias por el vertedero y la vegetación podrida.
                   Bill se detuvo en un recodo del Kenduskeag y se volvió hacia Richie.
                   --T-t-tigre, T-t-tozier.
                   Richie, con un gesto de asentimiento, giró hacia Beverly.
                   --Un tigre -susurró.
                   --Un tigre -repitió ella a Ben.
                   --¿Comehombres? -preguntó Ben, conteniendo el aliento para no jadear.
                   --Está cubierto de sangre -fue la respuesta.
                   --Tigre comehombres -murmuró Ben a Stan.
                   Y éste pasó la noticia a Eddie, cuyo flaco rostro estaba extático de entusiasmo.
                   Desaparecieron en el cañaveral dejando desierto el sendero de tierra negra que
                lo recorría en curva. El tigre pasó frente a ellos y todos lo tuvieron casi a la vista:
                pesado, tal vez doscientos kilos, todo músculos que se movían con gracia y
                potencia bajo la seda de su pelaje a rayas. Casi vieron sus ojos verdes y las motas
                de sangre que le rodeaban el hocico después del último grupo de pigmeos que se
                había zampado.
                   Las cañas repiquetearon levemente, con un ruido a un tiempo musical y
                fantasmagórico, y todo, volvió a quedar en silencio. Podría haber sido un soplo de
                la brisa estival... o el paso de un tigre africano, camino a la parte de Los Barrens
                que daba a Old Cape.
                   --Se ha ido -dijo Bill.
                   Soltó el aliento contenido y volvió al sendero. Los otros lo imitaron.
                   Richie era el único que estaba armado: mostró una pistola detonadora con la
                culata envuelta en cinta aislante y dijo, ceñudo:
                   --Si te hubieras apartado, Bill, habría podido abatirlo de un tiro.
                   Y se ajustó las gafas viejas al puente de la nariz con la boca del arma.
                   --Hay wa-wa-watusis por aquí -explicó Bill-. No puedes arries-arriesgarte a q-q-
                que se oiga el disparo. ¿Q-q-quieres que nos c-c-caigan encima?
                   --Ya -murmuró Richie, convencido.
                   Bill les indicó que siguieran y todos volvieron a avanzar por el sendero que se
                estrechaba al terminar el cañaveral. Salieron a la ribera del Kenduskeag donde
                había una serie de piedras grandes para cruzar el río. Ben les había enseñado a
                colocarlas. Se cogía una piedra grande y se la dejaba caer en el agua; luego se
                buscaba otra y se la dejaba caer, estando de pie en la primera y así
                sucesivamente, hasta que se había cruzado el río (que allí, a esa altura del año,
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