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Bill los condujo por la ribera seca hasta los densos matorrales, donde se oía el
zumbido de los insectos. De vez en cuando, un fuerte batir de alas anunciaba el
despegue de un pájaro. Una ardilla se les cruzó en el camino. Unos cinco minutos
después, cuando se acercaban al pequeño barranco que custodiaba el lado ciego
del vertedero, pasó una rata grande con un trozo de celofán prendido de los
bigotes; cruzó frente a Bill y siguió en su carrera secreta por una microcósmica
espesura que le pertenecía sólo a ella.
El olor del vertedero les llegaba ahora claro y penetrante. Una columna de humo
negro se elevaba al cielo. La tierra, aún muy cubierta de vegetación, excepto el
sendero estrecho, empezó a cubrirse de desechos. Bill llamaba a eso "caspa de
vertedero", cosa que encantaba a Richie. Al oírlo por primera vez había reído casi
hasta las lágrimas. Deberías anotarlo, gran Bill; es realmente buenísimo."
Trozos de papel, prendidos en las ramas, ondulaban y flameaban como
estandartes baratos. Aquí se veía el destello plateado del sol estival, reflejado en
varias latas que cubrían el fondo de un hoyo verde y enredado; allá, otros rayos,
más cálidos, rebotaban en una botella de cerveza. Beverly divisó una muñeca de
plástico, tan rosado que casi parecía hervido. Lo recogió, pero volvió a arrojarlo
con un gritito al ver los escarabajos grisáceos que pululaban bajo su falda mohosa
y por sus piernas podridas. Se frotó los dedos en el vaquero.
Subieron a lo alto del barranco para mirar el vertedero.
--Oh, mierda -dijo Bill, hundiendo las manos en los bolsillos, mientras los otros
se reunían alrededor.
Ese día estaban quemando el extremo, norte, pero allí, en esa parte, estaba el
encargado, (Armando Fazio, "Mandy" para los amigos, hermano soltero del
portero de la escuela municipal) arreglando la excavadora D-9 de la Segunda
Guerra Mundial que usaba para amontonar la basura antes de quemarla. Se había
sacado la camisa. La gran radio portátil instalada bajo la lona que sombreaba el
asiento transmitía los prolegómenos del partido Red Sox Senators.
--Por aquí no se puede bajar -reconoció Ben.
Mandy Fazio no era mala persona, pero cuando veía a algún chico en el
vertedero, lo ahuyentaba de inmediato: por las ratas, por el veneno que sembraba
periódicamente para disminuir su procreación, por la posibilidad de cortes, caídas
y quemaduras... pero, sobre todo, porque el vertedero no le parecía buen sitio
para los niños.
"¡Qué buenos que sois! -gritaba a los chicos que iban al vertedero con sus rifles
para disparar contra las botellas (las ratas o las gaviotas) o atraídos por la exótica
fascinación de los hallazgos: se podía encontrar un juguete que aun funcionara,
una silla remendable para un club infantil o un televisor viejo que aún tuviese el
tubo intacto; cuando se lo rompía con una piedra, la explosión era muy
satisfactoria . ¡Qué buenos que sois! -aullaba Mandy, no porque estuviese furioso,
sino porque era sordo, y no usaba audífono-. ¿No os enseñan vuestros padres a
ser buenos? ¡Los niños buenos no juegan en el vertedero! ¡Id al parque! ¡Id a la
biblioteca! ¡Id al centro municipal a jugar al hockey! ¡Sed buenos!"
--No -dijo Richie-. Parece que en el vertedero no se puede.
Se sentaron por un rato, para ver cómo trabajaba Mandy con su excavadora,
con la esperanza de que se fuera, pero la presencia de la radio sugería que
Mandy pensaba quedarse allí toda la tarde. Eso habría fastidiado al mismo Papa,