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también la había sentido; él lo había visto en sus ojos y en sus labios
estremecidos. Nada le decía que esa potencia fuera maligna, pero su enorme
fuerza lo asustaba. Era como subir a un juego de feria realmente peligroso y darse
cuenta de que uno no podía bajar hasta que todo terminara, pasara lo que pasara.
"No podemos echarnos atrás -pensó Eddie, sintiendo el peso caliente del yeso
que le envolvía el brazo roto-. Nadie volverá a su casa hasta que, esto termine.
Estoy asustado. -Y comprendió que el verdadero motivo por el que no se había
dejado separar de sus amigos era algo que jamás habría podido decir a su madre-
: No puedo enfrentarme solo a esto."
Luego sollozó un poco y se dejó caer en un sueño inquieto. Soñó con una
oscuridad en la que funcionaba una maquinaria, una maquinaria de bombeo.
8.
Esa noche, cuando Bill y el resto de los Perdedores, volvieron al hospital,
amenazaba lluvia. Eddie no se sorprendió al verlos entrar. Estaba seguro de que
volverían.
Había hecho calor durante todo el día. Más adelante, todos estarían de acuerdo
en que esa tercera semana de julio había sido la más calurosa de un verano
excepcionalmente cálido. Las nubes de tormenta empezaron a acumularse a eso
de las cuatro, purpúreas y colosales, preñadas de lluvia, cargadas de rayos. La
gente hacía sus recados a paso rápido, con cierta intranquilidad, con un ojo puesto
en el cielo. Casi todos decían que llovería a cántaros a la hora de la cena, lavando
parte de la densa humedad del ambiente. Los parques y plazas de Derry, poco
poblados durante todo el verano, quedaron totalmente desiertos alrededor de las
seis. La lluvia se demoraba; los columpios pendían, inmóviles y sin sombra, en
una luz extrañamente amarilla. Los truenos resonaban, gruesos; eso, el ladrido de
un perro y el grave murmullo del tráfico en Main Street eran los únicos ruidos que
llegaban por la ventana de Eddie. Hasta que aparecieron los Perdedores.
Bill fue el primero, seguido de Richie. Beverly y Stan entraron después; luego,
Mike. Ben fue el último, incómodo con su jersey blanco de cuello alto.
Se acercaron a su cama con aire solemne. Ni siquiera Richie sonreía. "Las caras
-pensó Eddie, fascinado. ¡Por el amor de Dios, esas caras! "
Veía en ellos lo que su madre había visto en él esa misma tarde. Una extraña
combinación de poder y desolación. La luz amarilla de la tormenta les daba un
aspecto fantasmal, distante, sombrío.
"Estamos pasando -pensó Eddie-. Pasamos a algo nuevo; estamos en la
frontera. Pero ¿qué hay al otro lado? ¿Adónde vamos? ¿Adónde?"
--Ho-o-ola, E-e-edie -dijo Bill-. ¿C-c-cómo estás?
--Muy bien, Gran Bill -le respondió tratando de sonreír.
--Menudo día ayer -comentó Mike.
Detrás de su voz resonaban los truenos. Ni el velador ni la lámpara del cielo raso
estaban encendidas y todos parecían desvanecerse y volver a aparecer en esa luz
morada. Eddie imaginó esa misma luz cayendo sobre todo Derry, en el parque
McCarron, entrando por los agujeros del techo del Puente de los Besos, dando al
Kenduskeag un aspecto de vidrio empañado. Pensó en los columpios que