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sacando las hierbas y, a veces, podando, por mucho que doliera. Le diría que a
veces era mejor para un niño (sobre todo tratándose de un niño delicado como
Eddie) pensar que estaba enfermo en vez de ponerse enfermo de verdad. Y
concluiría hablándole de la estupidez de los médicos y del maravilloso poder del
amor; le diría que él tenía asma y que ella lo sabía, sin importar lo que opinaran
los médicos ni lo que le dieran para eso. Le diría que se podía hacer
medicamentos con algo más que las sustancias de un farmacéutico malicioso.
"Eso es medicamento -le diría-, porque el amor de tu madre lo convierte en
medicina. Es un poder que Dios da a las madres amantes y abnegadas. Por favor,
Eddie, cariño, amor mío, debes creerme."
Al final no dijo nada. Su miedo era demasiado grande.
--Pero tal vez no haga falta que hablemos de esto -siguió Eddie-. El señor Keene
puede haber estado bromeando. A veces los mayores... ya sabes, gustan de
hacer bromas a los niños. Porque los chicos nos creemos casi cualquier cosa. Es
cruel hacernos eso, pero a veces los grandes nos lo hacen.
--Sí -dijo Sonia Kaspbrak, ansiosa-. A muchos les gusta bromear y a veces se
portan como estúpidos... crueles... y... y...
--Así que voy a seguir esperando a Bill y a mis amigos -dijo Eddie-, y seguiré
usando mi medicamento para el asma. Me parece lo correcto, ¿no?
Sólo entonces, siendo ya demasiado, tarde, ella comprendió lo cruelmente que
había caído en la trampa. Lo que él estaba haciendo era, casi extorsión, pero
¿qué alternativa cabía? Quiso preguntarle cómo podía ser tan calculador, tan dado
a la manipulación. Abrió la boca para preguntarlo... y la cerró otra vez. Con toda
probabilidad, con ese humor él podía contestarle.
Pero ella sabía una cosa, sí, una cosa era segura: jamás volvería a poner un pie
en la farmacia del entrometido Parker Keene.
La voz de Eddie, ya extrañamente tímida, interrumpió sus pensamientos:
--¿Mamá?
Ella lo abrazó, con cuidado de no dañarle el brazo fracturado, y Eddie le devolvió
el abrazo.
7.
Por lo que a Eddie concernía, su madre se fue justo a tiempo. Durante la horrible
confrontación con ella había sentido que el aliento se le acumulaba en los
pulmones y en la garganta, amenazando con envenenarlo.
Resistió hasta que la puerta se hubo cerrado tras ella; entonces empezó a
jadear. El aire agrio subía y bajaba por su garganta cerrada como un fuelle
caliente. Echó mano de su inhalador; eso le hizo doler el brazo, pero no le importó.
Lanzó una buena ráfaga hacia su garganta y aspiró profundamente el sabor a
alcanfor, pensando: "¿Qué importa que sea un pla-ce-bo? Las palabras no tienen
importancia si el asunto funciona."
Se dejó caer sobre las almohadas, con los ojos cerrados, respirando libremente
por primera vez desde que ella había entrado. Estaba asustado, muy asustado.
Las cosas que le había dicho, el modo en que había actuado... tenía la impresión
de no haber sido él mismo, como si una fuerza obrase a través de él... Y su madre