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Bueno, era de esperar que la Van Prett estuviese satisfecha. Ahora se daría
                cuenta de que ese maniático sexual que mataba a los niños no era el único peligro
                en Derry, ese verano. Allí estaba su hijo, en su lecho de dolor, que tal vez no
                pudiese volver a utilizar el brazo derecho; ella había sabido de casos así, y a
                veces, Dios no lo quisiera, alguna astilla suelta de la fractura entraba en la
                corriente sanguínea, llegaba al corazón y lo perforaba. Oh, por supuesto que Dios
                no pemitiría semejante cosa, pero ella había sabido de casos así y eso significaba
                que Dios podía permitir que pasaran esas cosas. En algunos casos.
                   Por eso se quedó en el largo y sombreado porche delantero del hospital, segura
                de que ellos se presentarían, fríamente decidida a poner fin a esa supuesta
                "amistad", esa camaradería que terminaba con brazos fracturados y lechos de
                dolor, de una vez por todas.
                   Al fin vinieron, tal como ella esperaba. Descubrió, con horror, que uno de ellos
                era un negro. Claro que ella no tenía nada contra los negros; los negros tenían
                todo el derecho de ir donde quisieran, en los autobuses del Sur y de comer en los
                restaurantes de blancos y no había que obligarlos a sentarse en butacas
                separadas en los cines, a menos que molestaran a
                   ("las mujeres blancas")
                   la gente blanca. Pero también creía con firmeza en lo que ella denominaba
                "teoría de los pájaros": los mirlos volaban con otros mirlos, no con los petirrojos.
                Los grajos anidaban con otros grajos y no se mezclaban con los ruiseñores o las
                alondras. A cada uno lo suyo, era su lema. Cuando vio a Mike Hanlon, que se
                acercaba pedaleando entre los otros, como si estuviese en su sitio, su resolución
                creció, junto con la furia y el horror. Pensó como si Eddie estuviese allí y pudiera
                escucharla: "No me habías dicho que uno de tus amigos era "negro"."
                   Bueno, pensó veinte minutos después, al entrar en la habitación del hospital
                donde yacía su hijo con el brazo metido en un yeso enorme atado al pecho (se le
                encogía el corazón con solo mirarlo), los había echado de allí bien pronto. Y
                ninguno de ellos, excepto el chico de Denbrough, el de la tartamudez, había tenido
                el valor de contestarle. La chica, fuera quien fuese, le había clavado una mirada
                brillante, con esos ojos de jade, decididamente callejeros (seguro que vivía en la
                parte baja de Main Street o en algún lugar todavía peor), pero había tenido la
                prudencia de no abrir la boca. Si se hubiese atrevido siquiera a decir "ay", Sonia le
                habría dicho qué clase de chicas juegan con los varones. Y no quería que su hijo
                tuviese nada que ver con ese tipo de chicas.
                   Los otros se habían limitado a mirarse los zapatos. Era lo que cabía esperar.
                Cuando ella terminó de hablar, todos subieron a las bicicletas y se marcharon. El
                chico Denbrough llevaba al tal Tozier en el cestillo de una bicicleta enorme, de
                aspecto peligroso. La señora Kaspbrak se estremeció preguntándose cuántas
                veces habría ido su propio Eddie en ese artefacto, arriesgando los huesos y la
                vida.
                   "Lo hice por ti, Eddie -pensó, mientras entraba en el hospital con la cabeza
                erguida-. Te sentirás algo desilusionado, al principio. Es natural. Pero los padres
                saben más que sus hijos. Si dios hizo a los padres fue para que guiasen,
                instruyesen... y protegiesen." Después de la primera desilusión, él comprendería.
                Y el alivio que ella experimentaba era, por supuesto, por Eddie y no por ella. Cabía
                sentirse aliviada cuando una salvaba a su hijo de las malas compañias.
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