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tomara con calma si no quería tener una crisis cardíaca, pero no pudo. Tenía la
                garganta demasiado seca.
                   --No estás bien. Has tenido un accidente grave, muy grave. Pero te pondrás
                bien, te lo prometo, Eddie, te pondrás bien aunque tenga que traer a todos los
                especialistas del país. Oh, Eddie... Eddie... tu brazo, pobrecito...
                   Rompió en sonoros sollozos. Eddie vio que la enfermera, la que le había lavado
                la cara, la miraba sin mucha simpatía.
                   Mientras se desarrollaba el aria, el doctor Handor no hacía más que suplicar:
                   --Sonia... Sonia, por favor... ¿Sonia...?
                   Era un hombrecito flaco, laxo, cuyo bigotito no crecía muy recto y, además,
                estaba mal recortado, más largo a la izquierda que a la derecha. Parecía nervioso.
                Eddie recordó lo que el señor Keene le había dicho esa mañana y sintió cierta
                compasión por el médico.
                   Por fin, Russ Handor reunió fuerzas para decir:
                   --Si no puede dominarse, Sonia, tendrá que salir de la habitación.
                   Ella giró en redondo haciéndolo retroceder.
                   --¡Ni hablar! ¡No se atreva a sugerírmelo! ¡El que yace aquí, agonizando, es "mi
                hijo"! ¡"Mi propio hijo yace aquí, en su lecho de dolor"!
                   Eddie recobró la voz y los dejó atónitos:
                   --Quiero que te vayas, mamá. Si me van a hacer algo doloroso, te sentirás mejor
                si no estás aquí.
                   Ella se volvió a mirarlo, atónita... Ante esa expresión, el chico sintió que su
                pecho se apretaba otra vez, inexorablemente.
                   --¡Nada de eso! -exclamó ella-. ¡Cómo se te ocurre decir algo tan horrible, Eddie!
                ¡Estás delirando! No sabes lo que dices.
                   --Mire, no me interesa su discusión -dijo la enfermera-. Pero estamos sin hacer
                nada cuando, deberíamos estar arreglando el brazo de su hijo.
                   -¿Pretende sugerir...? -empezó Sonia elevando la voz hacia la nota aguda y
                penetrante que usaba en sus peores momentos.
                   --Sonia, por favor -dijo el doctor Handor-, no es lugar para discutir. Ayudemos a
                Eddie.
                   La mujer retrocedió, pero sus ojos centelleantes (los de una madre osa a quien
                le amenazan el vástago) prometieron a la enfermera que más tarde habría
                problemas. Incluso una denuncia. Luego sus ojos se humedecieron, extinguiendo
                las chispas o, por lo menos, ocultándolas. Tomó la mano sana de su hijo y la
                estrechó con tanta fuerza que le arrancó una mueca de dolor.
                   --Es grave, pero pronto te pondrás bien -dijo-, muy pronto. Te lo prometo.
                   --Claro, mamá -jadeó Eddie-. ¿Me puedes dar mi inhalador?
                   --Por supuesto. -Sonia Kaspbrak miró triunfalmente a la enfermera, como si se le
                absolviera de una acusación criminal-. Mi hijo tiene asma -dijo-. Es grave, pero él
                se las arregla maravillosamente.
                   --Qué bien -repuso la enfermera secamente.
                   La madre manipuló el inhalador para que él pudiese inhalar. Un momento
                después, el médico reconoció el brazo roto. Lo hizo con tanta suavidad como le
                era posible, pero aun así el dolor fue horrible. Eddie quería gritar, pero apretó los
                dientes para contenerse. Temía que si gritaba su madre hiciese lo mismo. El sudor
                le asomó a la frente, en gruesas gotas.
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