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--¡Basta! ¡Eh, vosotros! ¡Basta! ¡Tú, chico, déjalo! ¡Ahora mismo! ¿Me oyes?
¡Deja a ese chico!
Eddie, por entre sus párpados medio cerrados y llenos de lágrimas, vio que una
mano grande sujetaba a Henry por la camisa y el tirante del mono. La mano dio un
tirón, apartando a Henry, que aterrizó en la grava. Eddie se puso de pie con
lentitud. Jadeando, escupió trozos de grava ensangrentada.
Era el señor Gedreau, con su largo delantal blanco, y parecía furioso.
Su cara no revelaba miedo alguno, aunque Henry le llevaba más de cinco
centímetros y unos veinte kilos. No revelaba miedo porque era adulto y Henry sólo
un niño. Pero esta vez, pensó Eddie, esa diferencia no significaba nada. El señor
Gedreau no lo comprendía. No se daba cuenta de que Henry estaba loco.
--Marchaos de aquí -dijo el señor Gedreau, avanzando hacia Henry hasta
ponerse frente a aquel chico de cara resentida-. Marchaos y no volváis nunca
más. No me gustan los chicos pendencieros.
Repasó a los otros con su mirada furiosa. Moose y Victor clavaron la vista en
sus zapatillas, Patrick se limitó a mirar a través del señor Gedreau, con sus ojos
vacuos. El hombre volvió a dirigirse a Henry.
--Tomad vuestras bicicletas y... -dijo.
Pero Henry le dio un buen empujón.
Una expresión de sorpresa, que habría sido cómica en cualquier otra
circunstancia, se dibujó en la cara del señor Gedreau, que cayó sentado en los
escalones que llevaban a la puerta de su tienda.
--Maldito hijo de... -exclamó.
La sombra de Henry cayó sobre él.
--Vuelva dentro -dijo.
--Pero... -El señor Gedreau se interrumpió. Por fin había visto aquella luz en los
ojos de Henry. Se levantó apresuradamente, y subió los peldaños tan rápido como
pudo; tropezó en el penúltimo y tuvo que apoyar una rodilla en el suelo. De
inmediato estuvo de pie, pero ese tropezón, por breve que fuese, le robó cuanto
quedaba de su autoridad de adulto.
Ya arriba, giró en redondo para gritar:
--¡Voy a llamar a la policía!
Henry hizo ademán de arrojarse contra él y el señor Gedreau se echó hacia
atrás. Eddie comprendió que eso era el fin. Por increíble, por inconcebible que
pareciese, allí no había protección para él. Era hora de irse.
Mientras Henry de pie ante los peldaños, fulminaba con la vista al señor
Gedreau y los otros permanecían petrificados (hasta horrorizados, exceptuando a
Patrick) por ese súbito y triunfal desafío a la autoridad de los adultos, Eddie vio su
oportunidad. Giró en redondo y puso pies en polvorosa.
Iba ya por la mitad de la manzana cuando Henry se volvió, echando chispas por
los ojos.
--¡Atrapadlo! -aulló.
Con asma o sin ella, Eddie corrió como nunca. En algunos tramos, hasta de
varios metros, tuvo la sensación de que sus zapatos no habían tocado la acera. Y
por unos segundos hasta albergó la embriagadora idea de que podría escapar.
De pronto, justo antes de que llegase a Kansas Street, donde quizá habría
estado a salvo, un niño en triciclo salió pedaleando de un jardín cruzándosele por