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Mejor aún, podría arrojarlo por la boca de la cloaca. ¡Claro! ¿Por qué no? Que se
                lo quedara "Eso", en sus túneles y sus cloacas chorreantes. ¡Ahí tienes un pla-ce-
                bo, monstruo de mil caras! Emitió una risa histérica y estuvo a punto de seguir el
                impulso, pero al cabo se abstuvo. Volvió a guardar el inhalador en el bolsillo y
                siguió caminando, oyendo ocasionales cláxones o el rumor del autobús del que
                parque Bassey. Estaba lejos de saber que muy pronto descubriría cómo era el
                dolor, el dolor de verdad.







                   3.

                   Cuando salió del mercado de la avenida Costello, veinticinco minutos después,
                con una Pepsi en la derecha y dos chupa-chups en la izquierda, Eddie se llevó la
                desagradable sorpresa de descubrir a Henry Bowers, Victor Criss, Moose Sadler y
                Patrick Hockstetter arrodillados en la acera, a la izquierda d la pequeña tienda. Por
                un momento, Eddie pensó que estaban jugando a algo; después vio que habían
                reunido el dinero de todos en la camisa de Victor. A un lado, en descuidado
                montón, estaban los textos para los cursos de recuperación.
                   En un día cualquiera, Eddie se habría evaporado silenciosamente volviendo a la
                tienda para preguntar al señor Gedreau si podía salir por la puerta trasera. Pero
                aquél no era un día cualquiera. Eddie quedó petrificado, con una mano en la
                puerta llena de anuncios de cigarrillos y la otra aferrando la bolsa del
                supermercado y la de la farmacia.
                   Victor Criss lo vio y dio un codazo a Henry, que levantó la vista. Lo mismo hizo
                Patrick Hockstetter. Moose, cuya transmisión era más lenta, siguió contando
                monedas por unos segundos, antes de que el súbito silencio penetrara en él.
                Entonces él también alzó los ojos.
                   Henry se levantó, sacudiéndose el polvo del mono. Tenía entablillada la nariz y
                su voz había adquirido un tono nasal, como sirena de niebla.
                   --Vaya, por todos los diablos -comentó-, uno de los tirapiedras. ¿Dónde dejaste
                a tus amigos, capullo? ¿Están dentro?
                   Eddie sacudió la cabeza antes de darse cuenta de que acababa de cometer otro
                error. La sonrisa de Henry se ensanchó.
                   --Muy bien -dijo-. No me molesta atraparlos uno a uno. Ven aquí, capullo.
                   Victor se puso a su lado; Patrick Hockstetter los siguió sonriendo del modo
                vacuo y porcino que Eddie le conocía de la escuela. Moose aún se estaba
                incorporando.
                   --Ven aquí, gilipollas -repitió Henry-. Vamos a hablar de piedras.
                   Aunque ya era demasiado tarde, Eddie decidió que sería mejor volver a la
                tienda. Allí había un adulto. Pero en el momento en que retrocedía, Henry salió
                disparado y lo sujetó. Le tiró del brazo con fuerza y su sonrisa se convirtió en una
                mueca. Le arrancó la mano de la puerta. Eddie se vio arrastrado hasta la calle; se
                habría estrellado en la grava, al pie de los peldaños, si Victor no lo hubiera
                sujetado rudamente por las axilas. Luego lo empujó. Eddie logró conservar el
                equilibrio, pero sólo dando dos vueltas de molino con los brazos. Los cuatro chicos
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