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--Hace cuatro años, en 1954, el año en que se efectuaron las pruebas en
                DePaul, por casualidad el doctor Handor empezó a recetarle Hidrox. Eso quiere
                decir hidrógeno y oxígeno, los dos componentes del agua. Desde entonces vengo
                aviniéndome a ese engaño, pero no quiero seguir adelante. Tu medicamento para
                el asma funciona sobre tu mente y no sobre tu cuerpo. Tu asma es resultado de
                una tensión nerviosa del diafragma, ordenada por tu mente... o por tu madre. Tú
                no estás enfermo.
                   Se hizo un terrible silencio.
                   Eddie, sentado en la silla, sentía que la mente le daba vueltas. Por un momento
                consideró la posibilidad de que ese hombre estuviese diciendo la verdad, pero no
                podía enfrentarse a las derivaciones de semejante idea. Sin embargo, ¿qué
                interés podría tener el señor Keene en mentir sobre algo tan serio?
                   El señor Keene se sentó, con su sonrisa en el desierto, brillante, seca, sin
                corazón.
                   "Sí que tengo asma, tengo asma. El día en que Henry Bowers me pegó en la
                nariz, el día en que Bill y yo tratábamos de hacer el dique en Los Barrens, estuve
                a punto de morir. ¿Tengo que pensar en mi mente... estaba inventando todo eso?
                Pero ¿qué interés puede tener en mentir?
                   Sólo años más tarde, en la biblioteca, se haría Eddie una pregunta más terrible:
                "¿Qué interés tenía en decirme la verdad?"
                   Vagamente le oyó decir:
                   --Te he estado vigilando, Eddie. Te he dicho todo esto porque ya estás en edad
                de comprender, pero también porque he visto que, por fin, tienes amigos. Son
                buenos amigos, ¿verdad?
                   --Sí -dijo Eddie.
                   El farmacéutico inclinó la silla hacia atrás, haciéndola crujir otra vez como un
                grillo, y cerró un ojo. Podía ser un guiño o no.
                   --Y apostaría a que tu madre no les ve con buenos ojos, ¿verdad?
                   --Le caen bien, sí -protestó Eddie, pensando en las cosas cortantes que su
                madre había dicho de Richie Tozier ("Dice palabrotas... y por su aliento me doy
                cuenta de que fuma, Eddie"). Y en su despectiva recomendación de que no
                prestase dinero a Stan Uris porque era judío, su antipatía abierta hacia Bill
                Denbrought y "ese gordo"-. Le gustan mucho, repitió.
                   --¿De veras? -repuso el señor Keene, todavía sonriendo-. Bueno, puede que
                tenga razón o no. Pero al menos tienes amigos, Eddie. Quizá te convenga discutir
                con ellos este problema tuyo. Esta... debilidad de la mente. Y escuchar qué te
                dicen ellos.
                   Eddie no respondió. Le parecía mejor terminar esa conversación. Y estaba
                seguro de que, si no salía pronto de allí, terminaría llorando.
                   --¡Bueno! --concluyó el señor Keene, levantándose-. Creo que con esto hemos
                terminado, Eddie. Si te he puesto nervioso, o siento. Sólo he cumplido con lo que
                considero mi deber. Y...
                   Antes de que pudiese decir una palabra más, Eddie arrebató, su inhalador y la
                bolsa de medicamentos. Huyó. Uno de sus pies resbaló en el helado y estuvo a
                punto de caer. Un segundo después salía a toda carrera de la farmacia, a pesar
                de su aliento sibilante. Ruby miró sobre su revista, boquiabierta.
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