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El farmacéutico se sentó en la silla giratoria y tomó uno. Después abrió un cajón
y sacó algo que puso junto al frasco de caramelos de regaliz. Eddie sintió
verdadera alarma. Era un inhalador. El señor Keene se reclinó en la silla giratoria
hasta que la cabeza quedó casi tocando el calendario de la pared. En la foto del
calendario se veían más píldoras.
Y por un momento de pesadilla, cuando el señor Keene abrió la boca para
hablar, Eddie recordó lo que le había pasado en la zapatería siendo niño: los gritos
de su madre al ver que tenía el pie puesto en la máquina de rayos X. Por ese
único momento de pesadilla, Eddie pensó que ese hombre iba a decirle: "Nueve
de cada diez médicos, Eddie, coinciden en que el remedio, para el asma provoca
cáncer, como las máquinas de rayos X que había antes en las zapaterías.
Probablemente ya lo tienes. Me pareció mejor que lo, supieses."
Pero lo que el señor Keene dijo fue tan extraño que a Eddie no se le ocurrió
ninguna respuesta. Se limitó a permanecer sentado en la recta silla de madera,
frente al escritorio, como un idiota.
Eddie abrió la boca y volvió a cerrarla.
--¿Qué edad tienes, Eddie? Once años, ¿verdad?
--Sí, señor -respondió el chico, débilmente.
Su respiración se iba tornando dificultosa. Aún no había comenzado a silbar
como una cafetera (la expresión era de Richie, que solía decir: "Apaguen a Eddie,
que ya hierve"), pero eso podía ocurrir en cualquier momento. Miró con nostalgia
el inhalador. Como parecía hacer falta algún comentario, dijo:
--En noviembre cumplo doce.
El señor Keene asintió. Luego se inclinó hacia adelante, como los farmacéuticos
de los anuncios televisivos y cruzó los dedos. Sus gafas refulgían bajo la fuerte luz
de los fluorescentes.
--¿Sabes qué son los placebos, Eddie?
Eddie, nervioso, contestó lo que le pareció más aproximado:
--Son esas cosas que tienen las vacas, por donde sale la leche, ¿no?
El señor Keene se echó a reír y se meció en la silla.
--Pues, no -dijo, y Eddie se ruborizó. Ya sentía que el silbido se iba filtrando en
su respiración-. Un placebo...
Lo interrumpieron dos golpecitos a la puerta. Ruby entró sin esperar
autorización, con una anticuada copa de helado en cada mano.
--El de chocolate es para ti -dijo a Eddie con una amplia sonrisa.
Él se la devolvió lo mejor que pudo, pero su interés por los batidos de chocolate
estaba en el punto más bajo de toda su vida. Se sentía asustado, con un susto a
un tiempo vago y especifico. Así se asustaba cuando estaba sentado en la camilla
del doctor Handor, en calzoncillos, esperando a que el médico entrara y sabiendo
que su madre leía en la sala de espera ("El poder del pensamiento positivo", de
Peale, o "Medicina popular", del doctor Vermont). Desprovisto de sus ropas,
indefenso, él se sentía atrapado entre los dos.
Sorbió un poco del batido, mientras Ruby salía. Apenas sintió el sabor.
El señor Keene esperó a que se cerrase la puerta y volvió a esbozar su sonrisa
radiante.
--Tranquilizate, Eddie, que no voy a morderte. Ni a hacerte daño.