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Eddie asintió, porque el señor Keene era adulto y siempre había que dar la
                razón a los adultos (eso le había enseñado su madre). Por dentro pensaba: "Ya
                me han dicho esas mentiras." Era lo mismo que decía el médico cuando abría el
                esterilizador y dejaba escapar su atemorizante olor a alcohol. Era el olor de las
                inyecciones. Y éste era el olor de las mentiras. Todo se reducía a lo mismo:
                cuando los mayores decían que iba a ser sólo un pequeño pinchazo, que no dolía
                nada, significaba que iba a doler mucho.
                   Trató de tomar un poco más de batido. Necesitaba todo el espacio de su
                estrecha garganta para inhalar un poco de aire. Echó un vistazo al inhalador que
                seguía en el secante; tuvo ganas de pedirlo pero no se atrevió. De pronto se le
                ocurrió algo extraño: tal vez el señor Keene sabía que él lo necesitaba y no se
                atrevía a pedirlo; tal vez el señor Keene lo estaba
                   ("torturando")
                   tentando a cometer una fechoría. Menuda tontería, ¿no? Los adultos no jugaban
                así con los niños, y mucho menos un adulto que repartía salud. No había que
                pensar en eso, porque sólo pensarlo requería un replanteamiento horrible del
                mundo, tal como Eddie lo entendía.
                   Pero allí estaba, allí estaba, tan cerca y tan lejos, como el agua junto a la mano
                del hombre que muere de sed en el desierto. Allí estaba, en el escritorio, bajo los
                ojos sonrientes del señor keene.
                   Eddie deseaba estar en Los Barrens, rodeado de sus amigos. La idea de que un
                monstruo, cualquier clase de monstruo, acechara bajo la ciudad donde él había
                nacido y crecido, utilizando las cloacas y los desagües para arrastrarse de un lado
                a otro, lo asustaba, y la idea de pelear contra ese monstruo, de enfrentarse a él, lo
                asustaba aún más. Pero esto era peor. ¿Cómo se puede luchar contra un adulto
                cuando dice que no va a doler y uno sabe que no es cierto? ¿Cómo se lucha
                contra un adulto que hace preguntas extrañas y dice cosas oscuramente
                amenazadoras?
                   Casi por casualidad, Eddie descubrió una de las grandes verdades de la
                infancia. "Los verdaderos monstruos son los adultos", pensó. No fue gran cosa, no
                fue un pensamiento que surgiera como revelación ni que se anunciara con
                trompetas y campanas. Simplemente vino y se fue, casi sepultado bajo un
                pensamiento más fuerte: "Necesito mi inhalador y quiero salir de aquí."
                   --Relájate -insistió el señor Keene-. Te pasas la vida muy tenso y eso te agrava
                el asma. Mira esto.
                   El señor Keene abrió el cajón de su escritorio, revolvió adentro y sacó un globo.
                Expandiendo su estrecho pecho hasta donde pudo (la corbata se le bamboleaba
                como un bote en una ola suave), lo infló. El globo decía: "Farmacia del centro.
                Recetas, preparados. Artículos farmacéuticos". El hombre sujetó el cuello del
                globo de goma y lo sostuvo delante de sí.
                   --Imaginemos que esto es un pulmón -dijo-. Tu pulmón. Tendría que inflar dos,
                claro. pero sólo me queda uno.
                   --Señor Keene, ¿puedo tomar mi inhalador?
                   A Eddie empezaba a latirle la cabeza. Sentía que la garganta se le cerraba. Su
                corazón estaba acelerado y la frente empezaba a cubrírsele de sudor. El batido de
                chocolate seguía sobre el escritorio; la cereza se iba hundiendo poco a poco en la
                crema batida.
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