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Detrás de él creyó percibir la presencia del señor Keene, de pie en la puerta de
                su despacho, observando su poco garbosa retirada sobre el mostrador de los
                medicamentos: delgado, pulcro, pensativo y sonriente. Sonriente con esa seca
                sonrisa de desierto.
                   Se detuvo en la triple esquina de Kansas, Main y Center, para tomar otra
                bocanada de su inhalador, sentado en el muro bajo, junto a la parada del autobús;
                ya tenía la garganta completamente embarrada por ese gusto medicinal
                   ("sólo, agua con un poco de alcanfor")
                   y pensó que, si se veía obligado a usarlo, más, vomitaría.
                   Lo guardó en su bolsillo y se dedicó a contemplar el tráfico que subía por Main y
                Hill. Trató de no pensar. El sol le pegaba en la cabeza caliente y cegador. Cada
                coche que pasaba le arrojaba dardos de reflejo a los ojos; en las sienes nacía un
                dolor de cabeza. No podía encontrar el modo de seguir enfadado con el señor
                Keene, pero no le costó en absoluto sentir mucha pena por Eddie kaspbrak. Se
                sentía realmente apenado por Eddie Kaspbrak Probablemente Bill Dembrough no
                perdía tiempo sintiendo pena por sí mismo pero Eddie no podía remediarlo.
                   Por encima de todos, quería hacer exactamente lo que le había sugerido el
                señor Keene: bajar a Los Barrens y contar todo a sus amigos para ver qué decían,
                para ver qué respuestas tenían. Pero no podía hacer eso. Su madre lo esperaba
                en casa.
                   ("tu mente... o tu madre").
                   Y si no llegaba a tiempo
                   ("tu madre ha decidido que estás enfermo")
                   habría problemas. Ella daría por sentado que había estado con Bill, Richie o
                "ese chico judío", como llama a Stan (insistiendo en que no tenía prejuicios, pero
                "había que poner las cartas sobre la mesa", frase que utilizaba para referirse a la
                verdad en situaciones difíciles). De pie en esa esquina, mientras intentaba
                desesperadamente ordenar sus desmandados pensamientos, Eddie adivinó lo que
                ella diría si llegaba a enterarse de que otro de sus amigos era negro y de que en
                grupo había una chica, una chica a la que le estaban creciendo los pechos.
                   Echó a andar lentamente hacia Up-Mile Hill detestando la perspectiva de subir
                esa cuesta con semejante calor. Probablemente se podría freír un huevo en la
                acera. Por primera vez sintió ganas de que empezasen las clases, de iniciar un
                nuevo curso, de entenderse con las peculiaridades de otra maestra. De que
                terminara ese verano espantoso.
                   Se detuvo a mitad de la cuesta, no lejos del sitio donde Bill Denbrough
                redescubría a "Silver", su bicicleta, veintisiete años después, y sacó su inhalador
                del bolsillo. "Hidrox Pulverizador -rezaba la etiqueta-. Adminístrese a discreción."
                   Algo más encajó en su sitio. "Adminístrese a discreción". Aunque era sólo un
                niño que ni siquiera sabía limpiarse el culo (eso decía su madre, cuando ponía las
                cartas sobre la mesa), hasta un chico de once años sabía que un medicamento de
                verdad no se "administra a discreción". Los medicamentos de verdad pueden
                matar si uno los consume como le viene en gana. Probablemente hasta la aspirina
                podía matar si se consumía de ese modo.
                   Miró fijamente el inhalador sin prestar atención a la anciana que lo miraba con
                curiosidad mientras bajaba la cuesta rumbo a Main Street. Se sentía traicionado y
                por un momento estuvo a punto de arrojar el frasco de plástico a la alcantarilla.
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