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Eddie nunca había robado nada, pero ese letrero siempre lo hacía sentir
                culpable, como si el señor Keene supiese de él algo que él mismo ignoraba.
                   Pero el farmacéutico lo confundió aún más al decir:
                   --¿Te apetece tomar un batido?
                   --Bueno...
                   --Oh, la casa invita. Siempre tomo uno en la oficina, más o menos a esta hora.
                Da energías, siempre que no tengas que cuidar tu peso y creo que ninguno de los
                dos tiene ese problema. Mi mujer dice que parezco una calavera. El que necesita
                vigilar el peso es tu amigo, el chico Hanscom. ¿Qué sabor prefieres, Eddie?
                   --Es que mi madre dijo que volviese a casa en cuanto...
                   --Me parece que a ti te gusta el chocolate. ¿Uno de chocolate?
                   Los ojos del señor Keene chisporroteaban, pero era un chisporroteo seco, como
                el del sol en el desierto. Al menos eso pensó Eddie, aficionado a las novelas del
                Oeste.
                   --De acuerdo -cedió.
                   El gesto con que el farmacéutico se ajustó las gafas en la nariz lo puso nervioso.
                Se le veía inquieto, y complacido secretamente, todo al mismo tiempo. Eddie no
                quería ir a la oficina. No era sólo para tomar un batido. Y fuese lo que fuese, Eddie
                sospechaba que no se trataba de nada bueno.
                   "A lo mejor va a decirme que tengo cáncer o algo así -pensó Eddie
                descabelladamente-. Ese cáncer que ataca a los chinos. Leucemia. ¡Oh, Dios!"
                   "No seas estúpido -se contestó mentalmente, como, Bill "el Tartaja". Bill "el
                Tartaja" había reemplazado al "Llanero Solitario" en la vida de Eddie. A pesar de
                que no hablaba bien, siempre parecía dominarlo todo-. Este tipo es farmacéutico,
                no médico." Pero Eddie seguía nervioso.
                   El señor Keene había levantado la trampilla del mostrador y lo llamaba con un
                dedo huesudo. El chico lo siguió, reacio.
                   Ruby, la muchacha del mostrador, estaba sentada ante la registradora leyendo
                una revista de televisión.
                   --¿Quieres preparar dos batidos, Ruby? -le pidió el señor Keene-. Uno de
                chocolate y otro de café.
                   --Muy bien -dijo Ruby, marcando la página de la revista con un trozo de papel de
                aluminio.
                   --Llévalos al despacho.
                   --Muy bien.
                   --Ven, hijo, que no voy a morderte.
                   Y el señor Keene le guiñó un ojo, nada menos, dejando a Eddie completamente
                atónito.
                   Nunca, hasta entonces, había estado en la trastienda. Contempló con interés
                todos aquellos frascos, las botellas y las píldoras. De haber estado solo se habría
                quedado allí examinando el mortero, las balanzas y las pesas, los botes llenos de
                cápsulas. Pero el señor Keene lo empujó hacia adelante y cerró la puerta tras él.
                Eddie sintió un ahogo de advertencia. En la bolsa de su madre había un inhalador
                nuevo; podría echarse una buena bocanada en cuanto saliese de allí.
                   En una esquina del escritorio había un frasco con caramelos de regaliz. El señor
                Keene le ofreció uno.
                   --No, gracias -dijo el chico.
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