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"¡No me contestes! -chilló la señora Kaspbrak-. ¡Cómo tienes el descaro de
contestarme! ¡He dicho que Eddie no tiene nada más que ver con vosotros!"
Entonces entró un interno corriendo y dijo a la madre de Eddie que guardara
silencio o tendría que marcharse. El payaso empezó a evaporarse y, en el proceso
fue cambiando. Eddie vio al leproso, a la momia, al pájaro; vio al hombre-lobo y a
un vampiro cuyos dientes eran hojas de afeitar dispuestas en ángulos curiosos,
como espejos de feria; vio a Frankenstein, a la bestia y a una cosa parecida a una
valva carnosa que se abría y se cerraba como una boca; vio diez o doce cosas
más, o cien. Pero antes de que el payaso desapareciese por completo, vio lo más
horrible de todo: la cara de su madre.
"¡No! -trató de gritar-. ¡No! ¡No! ¡Ella no! ¡Mamá no!"
Pero nadie se volvió, nadie lo oyó. Y en los últimos instantes de su sueño se dio
cuenta, con un horror frío, lleno de gusanos, que no podían oírle. Él había muerto.
"Eso" lo había matado. Estaba muerto. Era un fantasma.
6.
El agridulce triunfo de Sonia Kaspbrak, que había expulsado a los supuestos
amigos de su hijo, se evaporó en cuanto pisó la habitación privada de Eddie, a la
tarde siguiente, el 21 de julio. No habría podido decir exactamente por qué esa
sensación de triunfo debía evaporarse así o por qué la reemplazaba un temor
descentrado. Había algo en la pálida cara de su hijo que no estaba borrosa de
dolor o aflicción; tenía, en cambio, una expresión que ella no recordaba haberle
visto. Algo penetrante, alerta, decidido.
La confrontación entre los amigos y la madre de Eddie no se había producido en
la sala de espera, como en el sueño de Eddie. Ella estaba segura de que irían
esos "amigos" a visitarlo, y seguramente estaban enseñándole a fumar a pesar de
su asma; esos "amigos" que lo dominaban de un modo insano, a tal punto que él
no hablaba sino de ellos cuando llegaba a casa; esos "amigos" que le habían
hecho fracturar un brazo. Había contado todo eso a la señora Van Prett, su vecina.
--Ha llegado el momento -dijo, ceñuda- de poner las cartas sobre la mesa.
La señora Van Prett, que tenía un cutis horrible y siempre estaba dispuesta a
asentir ansiosa, casi patéticamente, a cuanto Sonia dijese, en ese caso había
tenido la temeridad de estar en desacuerdo.
--Más bien debería alegrarse de que ese chico haya hecho algunos amigos -le
dijo, mientras tendían la ropa lavada, en el fresco del amanecer, antes de salir a
trabajar (eso había sido durante la primera semana de julio). Está más seguro con
otros chicos, señora Kaspbrak, ¿no le parece? Con todo lo que está pasando en la
ciudad y todos esos pobrecillos asesinados...
La única respuesta de la señora Kaspbrak había sido un resoplido furioso; en
realidad no se le había ocurrido ninguna respuesta adecuada, aunque más tarde
pensó diez o doce, algunas extremadamente cortantes. Cuando la señora Van
Prett pasó a verla, esa noche, bastante preocupada, para saber si Sonia la
acompañaría al mercado, como de costumbre, ella le había respondido que
prefería quedarse en casa a descansar.